Revista Jurídica Cajamarca

 
 

 

La conexión del proceso debido y de la Tutela jurisdiccional

Santos Urtecho Navarro (*)

 


   

LA TUTELA JURISDICCIONAL Y EL DERECHO A ÉSTA

 

Un principio universal aplicable en el desarrollo de toda sociedad políticamente organizada, y con un mínimo respeto al Estado de Derecho, es el que abarca la contemplación, aplicación y amparo de la tutela jurisdiccional. Esta figura jurídica fundamental, vista más bien como un instituto jurídico que resulta elemental en la organización estatal de cualquier nación, está dirigida a proteger el respeto de los derechos y del Derecho.

Así, “todo sujeto de derechos, sea persona natural o jurídica, concebido, patrimonio autónomo, órgano constitucional autónomo, órgano público despersonalizado o cualquier otro sujeto a quien el sistema jurídico le concede calidad de parte material dentro de un proceso puede solicitar la intervención del Estado, en mérito a contar con el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva de éste” (Monroy Gálvez, 1994: 526).

El derecho a la tutela jurisdiccional se deriva de la definición de jurisdicción, que, como tal, es un poder, pero también un deber. Esto, porque el Estado no puede sustraerse a su cumplimiento, ya que basta que un sujeto de derechos lo solicite o exija, para que aquél se encuentre obligado a otorgarle tutela jurídica.

Se plasma, pues, que la tutela jurisdiccional “constituye la manifestación constitucional de determinadas instituciones de origen eminentemente procesal, cuyo propósito consiste en cautelar el real, libre e irrestricto acceso de todos los justiciables a la prestación jurisdiccional a cargo de los órganos competentes del Estado, a través de un debido proceso que revista los elementos necesarios para hacer posible la eficacia del derecho contenido en las normas jurídicas vigentes o la creación de nuevas situaciones jurídicas, que culmine con una resolución final ajustada a derecho y con un contenido mínimo de justicia, susceptible de ser ejecutada coercitivamente y que permita la consecución de los valores fundamentales sobre los que se cimienta el orden jurídico en su integridad” (De Bernardis, 1995: 137).

Afianzando otro enfoque, se aprecia una marcada y especial bidimensionalidad existencial al derecho a la tutela jurisdiccional,  manifestación que se da: “antes de” y “durante” el proceso:

El derecho a la tutela jurisdiccional antes del proceso, consiste en el derecho que tiene toda persona, en tanto es sujeto de derechos, de exigir al Estado “provea a la sociedad de los requisitos o presupuestos materiales y jurídicos indispensables para solventar un proceso judicial en condiciones satisfactorias”; siendo, por ello, absolutamente irrelevante si esa estructura material y jurídica que debe sostener el Estado va a ser usada o no, ya que lo trascendente es, exclusivamente, que debe prevalecer siempre “la aptitud de conceder a los ciudadanos la posibilidad de un tratamiento certero, eficaz y homogéneo a su exigencia de justicia”.

Por su parte, el derecho a la tutela jurisdiccional durante el proceso, a diferencia del derecho tutelar anterior al proceso, es continente del conjunto de derechos esenciales que el Estado debe proveer a los justiciables en su participación en un proceso judicial; vale decir, asegurarles que durante su tramitación no se encuentren en desventaja para expresar su posición jurídica, sea probando su derecho, alegando, impugnando o asegurando la ejecución de lo decidido en definitiva.

Entonces, el derecho a la tutela jurisdiccional, desde una perspectiva de derecho constitucional –más que puramente procesal—, “es decir, como expresión de uno de los derechos esenciales del hombre”, tiene manifestaciones concretas dentro del proceso desde la mira del justiciable, y se empieza a materializar en el proceso a través del derecho de acción y del derecho de contradicción (Monroy Gálvez, 1996: 245-249).

Por lo tanto, resulta concluyente que el derecho a la tutela jurisdiccional es un derecho genérico, y contiene tres derechos específicos: el derecho de acción, el derecho de contradicción y el derecho a un debido proceso.

 

LA TUTELA JURISDICCIONAL EFECTIVA

 

De una revisión preliminar de la estructura jurídica positiva nacional que regula al proceso civil, se tiene que se ha plasmado con consideraciones de norma fundamental el derecho que toda persona tiene a la “tutela jurisdiccional efectiva” para el ejercicio o defensa de sus derechos o intereses, con sujeción a un debido proceso[1]; consideración de origen doctrinario al derecho a la tutela jurisdiccional como el derecho que corresponde a todo sujeto de derechos –por el solo hecho de serlo— titulándolo para exigir al Estado la efectivización de su función jurisdiccional.

Un punto importante en la concepción general de tutela jurisdiccional efectiva –o del derecho a ésta— consiste en relacionar la necesidad de la “tutela judicial” a cargo del Estado, como manifestación de la prestación jurisdiccional que le corresponde de manera exclusiva y como uno de los elementos esenciales que determinan su razón de ser, siendo que su aplicación generalizada y eficacia constituyen el fundamento y continuidad del orden jurídico. Es a partir de ello que puede obtenerse la concepción strictu sensu de la tutela jurisdiccional efectiva; debiendo apreciarse, además, como aspecto importante incidente en tal concepto, “la necesidad de tutela de los derechos de los justiciables como instrumento para hacer estable la vigencia del Derecho y lograr, así, a través del proceso, alcanzar y preservar todos aquellos valores considerados fundamentales para la consecución de los fines sociales” (De Bernardis, 1995: 135-136).

Así, se acude al maestro Eduardo Couture, quien a partir de su estudio de la escuela alemana expuso que la tutela jurisdiccional efectiva consiste en “la satisfacción efectiva de los fines del derecho, la realización de la paz social mediante la vigencia de las normas jurídicas”; lo que resulta siendo la descripción del instituto alemán de la Rechtsschutzbeslürfniss (Couture, 1985: 479).

Se aprecia, pues, una indesligable relación existente entre los institutos jurídicos de la tutela jurisdiccional y el del debido proceso; siendo que ambos conceptos[2], “configuran las garantías fundamentales que engloban y especifican los mecanismos más eficaces de protección de los derechos de los justiciables, tanto a través de la función jurisdiccional del Estado como de otras formas procesales a las que resultan plenamente aplicables pues, como derechos fundamentales que son, no corresponde reducir su efectividad únicamente al ánimo del proceso judicial–jurisdiccional sino que resultan eficaces para tutelar a todos los individuos, frente a cualquiera, en todos y cada uno de los ámbitos en que desarrollen relaciones con alguna relevancia jurídica al amparo de la Constitución o normas fundamentales” (De Bernardis, 1995: 134).

 

EL PROCESO Y SU ESENCIA

 

Revisados los aspectos referentes a la tutela jurisdiccional, corresponde ocuparse de las concepciones que determinan el instituto jurídico en el cual aquélla debería, o debiera, encontrar plena manifestación y realización. Es decir, la tutela jurisdiccional sólo puede ser realmente efectiva en el desarrollo de un proceso judicial, el que se determinará de acuerdo a la esencia del derecho para el cual se requiere tutela.

Como es sabido, el proceso –civil— existe o se origina cuando en la realidad se presenta un conflicto de intereses intersubjetivo –el proceso civil contencioso— o una incertidumbre –el proceso civil no contencioso—, cualquiera de ellas con relevancia jurídica. El conflicto de intereses, a su vez, se produce cuando entre los sujetos se presentan intereses propios y opuestos entre si respecto de un mismo bien jurídico; situación esta configurada por una relación jurídica sustantiva, y que es el antecedente material inmediato al inicio de un proceso contencioso, en el que se establecerá una relación jurídica procesal[3], y cuya finalidad es terminar con el conflicto, dándole solución en justicia.

Entonces, el proceso se torna tal a modo de una heterocomposición; resultando una de sus últimas concepciones basada en la noción de satisfacción de intereses que las partes buscan obtener por medio del mismo. Ello implica –en explicación de Víctor Fairén Guillén— “una serie de situaciones jurídicas contrapuestas de las partes, integradas por posibilidades, expectativas, perspectivas y cargas, concatenadas entre si de modo ordenado y destinada a la consecución de satisfacciones jurídicas, bajo la dirección del Juez estatal. Todo ello en razón del principio de contradicción derivado de un conflicto entre los interesados, que ha devenido litigio al hacer crisis, y que precisa resolver pacífica y justamente por los tribunales” (Fairén Guillén, 1990: 22-24).

En esta concepción, se encuentra como elementos esenciales del proceso: a su esencia jurídica, como una serie de situaciones jurídicas contrapuestas de las partes, integradas por posibilidades, expectativas, perspectivas y cargas; a su estructura, concatenada entre sí de modo ordenado; a su función, consecución de satisfacciones jurídicas; y, a la jurisdicción, bajo la dirección del Juez, y que precisa resolver pacífica y justamente[4]. Se tiene, pues, que el proceso apunta hacia una finalidad –vista ésta como uno de los elementos esenciales más importantes de aquél—: la pretensión que se ventila, la razón por la cual las partes se encuentran en litigio, y la solución de la controversia planteada, como finalidad específica (De Bernardis, 1995: 33).

Pero –como dice Luis Marcelo De Bernardis—, resultó difícil y prolongado el camino para llegar a la concepción del proceso “judicial–jurisdiccional”. Se dieron diversas teorías de las escuelas del Derecho Procesal sobre la esencia del proceso, desde las que, inicialmente, conceptuaban al proceso como un contrato[5]; luego, un cuasicontrato[6]; como una relación jurídica[7]; como una situación o serie de situaciones jurídicas[8]; también como una entidad jurídica compleja[9]; y, como una institución[10]; arribándose a la concepción del proceso judicial jurisdiccional; pero pasando por algunas otras posiciones como las de Francesco Carnelutti[11], Piero Calamandrei[12], Eduardo Couture[13], y Víctor Fairén Guillén[14] (De Bernardis, 1995: 23-26).

Las escuelas doctrinarias del Derecho Procesal han distinguido un fin mediato –en el que coinciden—: “la conservación de la paz social a través del Derecho y de la justicia”, de un fin inmediato –en el que se mantiene la controversia—; refiriendo para éste, clásicamente, “la obtención de los derechos subjetivos que han sido violados o desconocidos“, teniéndose, empero, en ideas más avanzadas, que tal finalidad consiste en: “terminar un conflicto jurídico constituyendo la cosa juzgada”[15]; resolver las controversias planteadas, “asegurando a las partes en litigio la vigencia del derecho subjetivo y concreto en disputa” (Couture, 1985: 124); la obtención de “un reparto justo y equitativo de parte del órgano jurisdiccional que ha decidido respecto de las pretensiones actuadas de manera controvertida”; entonces: la resolución justa y definitiva de las controversias provocadoras del proceso, manteniendo la adecuada tutela de los derechos de las partes por el órgano jurisdiccional, que emitirá la resolución con carácter definitivo que satisfaga la pretensión que resulte valedera (De Bernardis, 1995: 34-35).

Es entonces –y resulta obvio— que el proceso constituye una de las nociones jurídicas fundamentales del Derecho Procesal, adquiriendo una materialidad concreta a partir de la regulación legal de los elementos que las partes pueden disponer en cada caso concreto que sea sometido al órgano jurisdiccional; elementos junto a los cuales la doctrina procesal ha incorporado nuevos para señalar los principios fundamentales del proceso que se manifiestan en la ley procesal[16], siendo los más importantes y esenciales para sustentar la vigencia de la norma positiva los que tutelan la primacía de los derechos fundamentales de las personas a través de la aplicación plena de las garantías para la administración de justicia. Esos elementos esenciales están determinados por la vigencia efectiva del ideal de justicia y del derecho a la justicia.

 

EL DEBIDO PROCESO

 

El debido proceso es un concepto derivado de la definición general de proceso, revestido con características de especial consideración que le otorgan categoría de derecho fundamental, elemental y trascendental más que de mero instituto jurídico. Siendo de resaltar la estrecha conexión que se da entre la concepción de debido proceso y la de tutela jurisdiccional; en tanto que ambas figuras jurídicas configuran las garantías fundamentales que engloban y especifican los mecanismos más eficaces de protección de los derechos de los justiciables, tanto a través de la función jurisdiccional del Estado como de otras formas procesales a las que resultan plenamente aplicables. Así, siendo derechos fundamentales, resultan eficaces para tutelar a todos los sujetos de derecho, “frente a cualquiera, en todos y cada uno de los ámbitos en que desarrollen relaciones con relevancia jurídica al amparo de la Constitución o normas fundamentales” (De Bernardis, 1995: 134).

El debido proceso, concepto existente en el common law anglosajón como due process of law[17], ingresó de manera indirecta a la legislación nacional, mediante la regulación constitucional de sus principales manifestaciones. Es entendido como garantía y derecho fundamental de todos los justiciables que les permitirá, una vez ejercitado el derecho de acción, que puedan, efectivamente, acceder a un proceso que reúna los requisitos mínimos que lleven a la autoridad encargada de resolverlo a pronunciarse de manera justa, equitativa e imparcial; es decir, aquellos elementos mínimos que resultan exigibles por los justiciables para que el proceso que se desarrolle pueda permitirle acceder a la cuota mínima de justicia a la que éste debe llevarle.

De tal modo, el proceso se constituirá en el vehículo que proporciona a los justiciables el acceso a la justicia, entendida ésta como valor fundamental de la vida en sociedad. A lo que se agrega que, “solamente un proceso que observe los elementos mínimos de justicia que le resultan aplicables podrá tener el calificativo de debido, más allá de las elaboraciones legales cuya vigencia jurídica estará, siempre, subordinada a la presencia de los elementos que integran el concepto antes mencionado” (De Bernardis, 1995: 138-139).

Es, pues, el debido proceso un derecho fundamental que tiene toda persona, “que le faculta a exigir del Estado un juzgamiento parcial y justo, ante un juez responsable, competente e independiente, pues, el Estado no sólo está obligado a proveer la prestación jurisdiccional –cuando se ejercitan los derechos de acción y contradicción— sino a proveerla bajo determinadas garantías mínimas que le aseguren tal juzgamiento imparcial y justo; por consiguiente es un derecho esencial que tiene no solamente un contenido procesal y constitucional, sino también un contenido humano de acceder libre y permanentemente a un sistema judicial imparcial”. Puntualizándose, el debido proceso será “aquel proceso que reúna las garantías ineludibles para que la tutela jurisdiccional sea efectiva” (Ticona Postigo, 1999(a): 66-68).

Se ha diferenciado entre “Debido Proceso Sustantivo” y “Debido Proceso Formal”. El primero se concibe como garantía respecto a la ley formal y la “formal–material”[18]; presentándose estrecha vinculación con el segundo, ya que no sólo media la exigencia al Estado para que provea un juzgamiento imparcial y justo ante un órgano jurisdiccional competente e independiente, sino que necesariamente el juzgamiento debe hacerse conforme a normas procesales que sean razonables, que deben otorgar la posibilidad de defensa, de debido emplazamiento, de prueba, de sentencia motivada, etcétera. Entonces, se tiene que el debido proceso formal implica la exigencia a los órganos jurisdiccionales de un mínimo de garantías procesales; mientras que el debido proceso sustantivo exige que el legislador “sea razonable” en la expedición de las normas constitucionales y legales. Es decir, “que el debido proceso formal concierne al juzgador –razonabilidad en la actividad procesal y sentencia— en tanto que el debido proceso sustantivo compete al legislador –razonabilidad en la formulación de mandato abstracto—“; exigiéndose, en ambos casos, como denominador común, razonabilidad” (Ticona Postigo, 1999(a): 71).

 

ELEMENTOS DEL DEBIDO PROCESO

 

No se tiene un consenso definitivo respecto de la determinación de los elementos del debido proceso[19]. Pero, se puede referir, como elementos coincidentes –o infaltables— en la estructura de las concepciones doctrinarias del debido proceso los siguientes aspectos:

a)           La regulación legal de los procesos, con basamento en una estructura fundamental respetuosa del Estado de Derecho, procurándose un desarrollo procesal sin dilaciones;

b)           El establecimiento de órganos jurisdiccionales legítimamente constituidos, competentes, predeterminados, permanentes, independientes e imparciales;

c)           La observancia del Principios de contradicción o bilateralidad, lo que implica un debido emplazamiento o comunicación de la acción al demandado, otorgándosele la oportunidad suficiente y razonable para participar con utilidad en el proceso, empezando por permitírsele tomar posición y pronunciarse sobre las pretensiones del actor y las manifestaciones de la parte contraria;

d)           El respeto al derecho de aportar y actuar medios probatorios lícitos relacionados con el objeto del proceso, dirigidas a  acreditar la verosimilitud de las pretensiones que alegan, y de contradecir los aportados por la otra parte u ope iudicis por el Juez;

e)           El reconocimiento de la facultad de las partes de hacer uso de los medios impugnatorios previstos en la ley contra resoluciones judiciales motivadas, con la situación previa de que la causa sea resuelta en un plazo razonable y de manera revocable; y,

f)            El inefable respecto a la autoridad de la Cosa Juzgada, la que debería constituir el fin máximo del debido proceso, importando para ello el respecto a los principios que sirven de base a la actividad procesal y a las garantías que refuerzan su desarrollo.

 

FUNDAMENTALIDAD DE LOS PRINCIPIOS PROCESALES

 

El proceso, siendo un instituto consolidado del Derecho, a la vez que determina una serie de concepciones y figuras jurídicas, necesita un respaldo especial y consistente, no sólo para fortificar su estructura y mantener su esencia, sino –principalmente— para procurar su correcta, adecuada y oportuna realización. Es así que los principios procesales describen y sustentan la esencia del proceso, y además ponen de manifiesto el sistema procesal por el que el legislador ha optado. Por ello –como regla general y especialmente en el caso nacional—, aparecen en el frontis de un ordenamiento, en su Título Preliminar[20]. Sin embargo, hay varios principios procesales que podrían no aparecer en un Código, pero que, por ser intrínsecos al ordenamiento, forman parte de la sistemática de aquél, inclusive de la concepción del proceso que los legisladores han optado. De ahí que, resulta “indispensable que el juez advierta que los principios son pautas orientadoras de su decisión, en tanto este los somete al cotejo con las necesidades y los intereses sociales al tiempo de su uso” (Monroy Gálvez, 1996: 80).

Líneas especiales merece el Principio de contradicción, denominado también como Principio de bilateralidad o derecho de audiencia bilateral, consagrado en la primera norma fundamental del ordenamiento procesal civil nacional[21], demostrando “es tan esencial al concepto de proceso que prácticamente lo identifica”. De este modo, “no hay posibilidad de tramitar válidamente un proceso si es que este no consiste en un intercambio de posiciones, fundamentos, medios probatorios, alegatos de los interesados y directamente afectados con lo que se resuelva al final de este”[22] (Monroy Gálvez, 1996: 83).

Conforme a este Principio –anota Jorge Carrión Lugo— “todos los actos procesales deben ser de conocimiento de las partes y éstas deben tener la oportunidad de pronunciarse sobre tales actos” (Carrión Lugo, 2000: 55). Entonces, se manifiesta la pauta de que cada una de las partes en el proceso debe tener igual cantidad y calidad de oportunidades para intervenir en el mismo, igualdad que debe mantener la isonomía procesal; es decir, a cada posibilidad de acción igual posibilidad de reacción (Fairén Guillén, 1990: 35).

El contenido dogmático de este instituto hace fluir la idea de que quien resulta siendo la parte más débil de un proceso judicial –como es el demandado— no se encuentra desamparado en el iter procesalis o en la secuencialización del proceso jurisdiccional, no pudiéndosele privar ni restringir del uso de los medios de defensa, argumentos o fundamentos que permite la ley; entendiéndose por permisión de la ley, especialmente para estos casos en que debe evitarse cualquier desigualdad entre las partes intervinientes, a todo lo que haya sido reglado positivamente o, aún no estando en tal estatus jurídico, no se ha prohibido o restringido expresamente su incursión en el ámbito del proceso judicial.

En este correlato, se tiene también al Principio de igualdad entre las partes, el que ostenta vinculación directa, e incluso derivada, del Principio de contradicción; habiéndose llegado a expresar que constituye –en cierto modo— un desarrollo de éste[23]; “aunque a veces sea su vigencia y aplicabilidad mayor en la doctrina que en la praxis” (De Bernardis, 1995; 39). Una de sus manifestaciones estriba en la expresión –anotada en el Principio de contradicción de que “todos los actos procesales deben ser de conocimiento de las partes y éstas deben tener la oportunidad de pronunciarse sobre tales actos” (Carrión Lugo, 2000: 55). Su esencia jurídica inspira la determinación y configuración de un proceso que pueda llamarse justo o debido, para lo cual debe ser aplicado íntegra y correctamente en la actividad procesal en que deba amparar los derechos de las partes[24].

 

LA ACCIÓN Y LA CONTRADICCIÓN

 

Los derechos de acción y de contradicción tienen su origen en el derecho de petición, por el cual, toda persona, individual o colectivamente, tiene la potestad de acudir al órgano competente para plantear cualquier petición o solicitud que la considere legal o justa. Lo que ha ocurrido es que, con el avance de la ciencia procesal, el derecho de petición se ha perfilado como una institución clara, más elaborada y fortalecida, llegando a establecerse cuerpos legales procesales en los que se han consignado reglas precisas para regularlas. Como contrapartida de acción, lógicamente, se ha consagrado la contradicción, constatándose que ambas instituciones procesales se hallan técnica y científicamente concebidas (Carrión Lugo, 1995: 91).

La acción y la contradicción, como derechos, no admiten limitación ni restricción alguna, siempre que en su aplicación estén sujetos a los requisitos y a las restricciones que la ley procesal estipula[25]. Así, en el ámbito del proceso civil –invocando específicamente el caso nacional—, “las partes en litigio pueden presentar cualquier tipo de pedidos o de recursos a condición de que estén previstos no sólo por el Código Procesal Civil, sino también por todo el ordenamiento jurídico procesal civil, que lo encontramos en otros cuerpos legales, verbigracia, en la Constitución, en el Código Civil” (Carrión Lugo, 1995: 91).

 

ACEPCIONES DE LA ACCIÓN

 

Tanto el proceso como la acción constituyen las nociones jurídicas fundamentales del Derecho Procesal, poseyendo ambos conceptos una materialidad concreta adquirida a partir de la regulación legal de los elementos que las partes pueden disponer en cada caso concreto que sea sometido al órgano jurisdiccional (De Bernardis, 1995: 36).

A juicio de Jaime Guasp –citado por Juan Morales Godo— la acción –como concepto en si misma— es “previa en realidad”, al proceso, y “más amplia que el proceso mismo”, figurando como “clave central de la problemática procesal”[26]; es “relativo respecto al proceso porque no depende de estructuras procesales sino que se hace independiente de ellas y funciona respetando a las mismas como una variable de distinto significado”[27]. Sin embargo, puede concluirse de su crítica que el proceso depende de la acción, aclarando que “la acción ha sido definida en ocasiones como el objeto del proceso sin comprender que verdaderamente el supuesto de que el proceso depende, previo al mismo, no puede proporcionar la materia sobre que el proceso recae” (Morales Godo, 2000: 322-327).

El maestro Eduardo Couture ha expresado que ”de acción en sentido procesal se puede hablar, cuando menos, en tres acepciones distintas”, así: a) como sinónimo de derecho; sentido que tiene el vocablo cuando se dice “el actor carece de acción”, o se hace valer la “exceptio sine actione agit”, lo que significa que el actor “carece de un derecho efectivo que el juicio debe tutelar”; b) como sinónimo de pretensión; sentido que es el más usual del vocablo, en la doctrina y en la legislación; “se halla recogido con frecuencia en los textos legislativos del siglo XIX”; se habla, entonces, de “acción fundada y acción infundada”, de “acción real y acción personal”, de “acción civil y acción penal”, de “acción triunfante y acción desechada”; en estos vocablos, la acción es “la pretensión de que se tiene un derecho válido y en nombre del cual se promueve la demanda respectiva”; y, c) como sinónimo de facultad de provocar  la actividad de la jurisdicción; hablándose, entonces, de un “poder jurídico que tiene todo individuo como tal, y en nombre del cual le es posible acudir ante los jueces en demanda de amparo a su pretensión”; siendo que el hecho de que esta pretensión sea fundada o infundada no afecta la naturaleza del poder jurídico de accionar; “pueden promover sus acciones en justicia aún aquellos que erróneamente se consideran asistidos de razón” (Couture, 1985: 60-61).

Dentro de este ámbito, los maestros nacionales José León Barandiarán y Mario Alzamora Valdez, han considerado a la acción como un “elemento integrante” del derecho afectado; o como cualidad necesaria, para en cualquier momento, hacer efectivo el derecho, para hacerlo valer o actualizarlo; o, como cualidad del mismo derecho, aunque no primaria sino secundaria”. Esto –dice Alzamora Valdez— constituye la base sobre la cual se comprende el sentido de los principios clásicos que sintetizan las relaciones entre la acción y el derecho subjetivo: no hay derecho sin acción ya que la acción es un elemento del derecho y “la ley no tiene que agregar expresamente una acción”; hay una sola acción para cada derecho; y, la acción participa de la esencia del derecho; agregando que “si la acción se halla invívita dentro del derecho, si sustancialmente son idénticos derecho y acción, su diferencia radica no en su esencia ni en su origen sino tan sólo en su ejercicio” (Alzamora Valdez, 1951: 276-278).

En contraposición a las doctrinas tradicionales, se denotan las doctrinas modernas, en cuyos inicios se concebía que la pretensión de tutela jurídica “no es un derecho subjetivo”, sino que “es un medio que permite hacer valer el derecho sin confundirse con éste”. A partir de aquí, y con la influencia de la doctrina alemana, Giuseppe Chiovenda llega a formular su teoría de la acción como derecho autónomo potestativo[28]: como “el poder jurídico de dar vida a la condición para la actuación de la voluntad de la ley, el derecho de conseguir el bien que nos es debido mediante el juicio” en tal sentido, “la acción se agota con su ejercicio, no así el derecho subjetivo” (Alzamora Valdez, 1951: 284-287).

 

DERECHO DE ACCIÓN

 

El derecho de acción está determinado –actualmente— por la influencia que aborda al Derecho Procesal contemporáneo: la pronunciada necesidad de hacer efectivos los derechos constitucionales. Así, “los derechos que aseguren a toda persona la oportunidad de exigir la eficacia de sus derechos materiales tienen una importancia esencial, por tanto, deben tener un reconocimiento constitucional”. Sin embargo, se tiene al respecto que, la esencia del derecho de acción no es puramente procesal; ya que, si bien ésta es su expresión concreta, se trata de un derecho tan estrechamente vinculado al ser de un sujeto de derechos, cuya esencia es constitucional. Entonces, el derecho de acción forma parte del elenco de derechos que son configurativos de los derechos humanos básicos. De ahí que, el derecho de acción sea concebido como un “derecho de naturaleza constitucional inherente a todo sujeto –en cuanto es expresión esencial de éste— que lo faculta a exigir al Estado tutela jurisdiccional para un caso concreto” (Monroy Gálvez, 1996: 249,271).

Este derecho está distinguido por características especiales. Es público, subjetivo, abstracto y autónomo. Además, es el medio que permite la transformación de la pretensión material en pretensión procesal[29].

Así, “como todo derecho, tiene un receptor y obligado cuando es ejercido”, es decir, alguien que “soporta el deber de satisfacerlo”; y, en este caso, el sujeto pasivo del derecho de acción es el Estado, hacia él se dirige el derecho, “desde que su ejercicio no es nada más que la exigencia de tutela jurisdiccional para un caso específico”. Esta es la razón de su esencia pública. Además, “es subjetivo porque se encuentra permanentemente presente en todo sujeto de derechos por la sola razón de serlo, con absoluta irrelevancia de si está en condiciones de hacerlo efectivo”. Es abstracto “porque no requiere de un derecho sustancial o material que lo sustente o impulse, es decir, es un derecho continente, no tiene contenido; se realiza como exigencia, como demanda de justicia, como petición de derecho, con absoluta prescindencia de si este derecho tiene existencia”. Y, precisamente por ser abstracto, necesita de una expresión concreta, de allí que se instrumente a través de un acto jurídico procesal llamado demanda, mediante la cual un pretensor –demandante— expresa su pedido de tutela jurídica al Estado, manifestando su exigencia al pretendido –demandado— respecto de un interés sustentado en un derecho subjetivo –con relevancia jurídica—. Asimismo, es autónomo “porque tiene requisitos, presupuestos, teorías explicativas sobre su naturaleza jurídica, normas reguladoras de su ejercicio” etcétera  (Monroy Gálvez, 1996: 271-272).

Es entonces, el derecho de acción, un derecho público subjetivo, de todos los justiciables para poner en marcha el aparato jurisdiccional y a través suyo acceder a un proceso, “un debido proceso, donde se determine la tutela de los derechos invocados con justicia y equidad”; consolidándose así la característica de derecho fundamental, un derecho constitucional. De ahí que la amplitud del derecho constitucional a la jurisdicción –derecho de acción— se proyecta tanto al ámbito de la regulación legislativa del proceso como a los actos procesales que al interior de éste se desarrollen (De Bernardis, 1995: 58-59).

 

ACEPCIONES DE LA CONTRADICCIÓN

 

La contradicción se configura formando parte de la relación de jurisdicción contenciosa, la que es de doble sentido; relación de la que –en primer orden— también forma parte la acción. Se tiene entonces, formando la relación de jurisdicción, la “relación de acción“, y la “relación de contradicción” (Devis Echandía, 1984: 221).

Se ha caracterizado a la contradicción a manera de una acción –sin inferirse que sea tal—; así, “frente a la acción que tiende a una declaración positiva de certeza, el demandado contrapone una acción tendiente a la declaración negativa de certeza” (Rocco, 1976: 317). Desprendiéndose como parcial adopción de esta posición que “la única diferencia entre los dos derechos consiste en que el de acción lo ejercita libre y voluntariamente el actor, al paso que el de contradicción surge por el ejercicio de la acción, al ponerse en movimiento la jurisdicción, sin que se requiera acto o consentimiento ni voluntad del demandado, desde el momento en que la demanda es admitida y él figura como sujeto pasivo de la pretensión en ella contenida” (Devis Echandía, 1984: 209).

Entonces, desenvolviéndose la contracción, “frente a la demanda, la parte emplazada podrá formular su contestación; frente a la acción podrá ejercitar sus excepciones; frente a la pretensión hará uso de sus defensas”. Como se sabe, la demanda se dirige al juez, quien la hará llegar a la parte demandada; lo mismo ocurrirá, en sentido inverso, con la contestación. La acción se ejercita ante el Juez o, frente al Juez”. Las excepciones son los medios por los cuales el demandado puede oponerse a la acción, esto es, a que el Estado administre o le imparta justicia en ese caso particular; “debieran referirse sólo al ejercicio de la acción y no a la formulación de la pretensión”. Por otro lado, la pretensión se formula contra el demandado por medio del Juez; y el demandado puede “hacer uso de defensas”; siendo que tanto la pretensión como las defensas son “instituciones sustanciales” (Sentís Melendo, 1966: 269-270).

 

DERECHO DE CONTRADICCIÓN

 

El derecho de contradicción se denota, al igual que el de acción, como una expresión del derecho a la tutela jurisdiccional, teniendo, por tanto, las mismas características. Así, en reciprocidad al derecho de acción, el de contradicción se plasma como el derecho del que dispone el emplazado o demandado. De ahí que se conciba –de cita hecha a Alzamora Valdez— que el derecho de contradicción es –también— “un derecho público subjetivo que, en los procesos contenciosos corresponde al demandado, y que tiene su origen en otro fundamental: el derecho de defensa del que nadie puede ser privado” (Hinostroza Minguez, 1998: 39).

El carácter subjetivo del derecho de contradicción estriba en el hecho de que “es inherente a un sujeto de derecho por la sola circunstancia de serlo”. Su publicidad obedece a que el sujeto pasivo viene a ser el Estado, “siendo en este aspecto exactamente igual al derecho de acción”. La íntima identificación del derecho de contradicción con el de defensa obedece, no sólo al interés particular del demandado emplazado, sino, principalmente, al interés público por asegurar una tutela jurisdiccional efectiva. Además, es un derecho abstracto, porque implica “una oportunidad que el Estado debe otorgarle al emplazado para que se defienda, con absoluta prescindencia de si lo hace o no”[30]. Estando caracterizado, asimismo, por la autonomía, la que corresponde a que “existe con total independencia de que lo que expresa el emplazado tenga sustento real o fundamento jurídico” (Monroy Gálvez, 1996: 284).

Es, en tal sentido, que se concibe al derecho de contradicción como “el derecho a obtener la decisión justa del litigio que se le plantea al demandado”, mediante la sentencia que debe dictarse en el proceso, luego de tener oportunidad de ser oído en igualdad de circunstancias, “para defenderse, alegar, probar e interponer los recursos que la ley procesal consagre” (Devis Echandía, 1984: 222).

En este correlato, es de anotarse que, como objeto del derecho de contradicción debe apreciarse la protección jurídica genérica de alcanzar un resultado que termine el litigio, dejándose de lado si resulta favorable o no a su titular –el demandado—, precisándose, más bien, de la realización de un proceso ajustado a Derecho que pueda garantizar el ejercicio de la defensa como derecho fundamental, constitucional y procesal.

Es pues que una de las expresiones del derecho de contradicción está dada por la necesidad de que el demandado tenga el derecho de presentar alegatos y medios probatorios destinados a sustentar sus posiciones; ya que sería poco importante que a un demandado se le comunicara el inicio de un proceso en su contra –el emplazamiento, que también es expresión de este derecho—, si no se le permitiera expresar su posición dentro del proceso, y por cierto, si no se le concediera la facultad de acopiar medios probatorios destinados a otorgarle certeza a sus afirmaciones. Siendo esto –y su importancia— lo que permite advertir que si bien en su origen el derecho de contradicción es poco más o menos el equivalente del derecho de acción, aunque su titular sea el demandado en un proceso, una vez iniciado éste, su desarrollo y presencia en el proceso genera otro derecho mucho más extenso y complejo: el derecho de defensa; el que viene a ser el núcleo operativo y dinámico del derecho a un debido proceso, diferenciándose en que este último alcanza a todos los sujetos de la relación procesal (Monroy Gálvez, 1996: 287).

 

CONCLUSIÓN

 

Lo debido en el proceso al debido proceso, es decir, lo que debe darse en el proceso para que sea realmente un debido proceso –considerando en ello las cruentas realidades imperantes en la administración de justicia nacional—, pero que sin embargo, las más de las veces, genera desesperanza por su ausencia, es la esencia misma del proceso, complementado ineluctablemente con los componentes íntegros de la tutela jurisdiccional –que se busca sea— efectiva. Deben darse, presentarse, observarse cumplirse, respetarse y aspirarse a los elementos fundantes del proceso, que determinarán, por su pulcro cumplimiento el debido proceso en el desarrollo de la tutela jurisdiccional efectiva como derecho genérico continente de los derechos específicos de acción, de contradicción y a un debido proceso. con cabal consagración de los derechos de acción y de contradicción.

Deben darse, presentarse, observarse cumplirse, respetarse y aspirarse a: la regulación legal de los procesos, con basamento en una estructura fundamental respetuosa del Estado de Derecho, procurándose un desarrollo procesal sin dilaciones; el establecimiento de órganos jurisdiccionales legítimamente constituidos, competentes, predeterminados, permanentes, independientes e imparciales; la observancia del Principios de contradicción o bilateralidad, lo que implica un debido emplazamiento o comunicación de la acción al demandado, otorgándosele la oportunidad suficiente y razonable para participar con utilidad en el proceso, empezando por permitírsele tomar posición y pronunciarse sobre las pretensiones del actor y las manifestaciones de la parte contraria; el respeto al derecho de aportar y actuar medios probatorios lícitos relacionados con el objeto del proceso, dirigidas a  acreditar la verosimilitud de las pretensiones que alegan, y de contradecir los aportados por la otra parte o de oficio por el Juez; el reconocimiento de la facultad de las partes de hacer uso de los medios impugnatorios previstos en la ley contra resoluciones judiciales motivadas, con la situación previa de que la causa sea resuelta dentro de un plazo razonable y de manera revocable; y, el inefable respecto a la autoridad de la Cosa Juzgada, la que debería constituir el fin máximo del debido proceso, importando para ello el respecto a los principios que sirven de base a la actividad procesal y a las garantías que refuerzan su desarrollo.

No debe olvidarse del fin inmediato del proceso, consagrado por las escuelas doctrinarias del Derecho Procesal: la conservación de la paz social a través del Derecho y de la justicia –que desgraciada e irremediablemente es uno de los símbolos más absolutos y representativos de una utopía nacional— y, desde luego, terminar un conflicto jurídico constituyendo la Cosa Juzgada, asegurando a los justiciables la vigencia del derecho subjetivo y concreto en disputa, esto es, la resolución justa y definitiva de las controversias provocadoras del proceso, manteniendo la adecuada tutela de los derechos de las partes por el órgano jurisdiccional.

Tampoco debe perderse de vista –menos aun siendo pilares del proceso— que el ejercicio de los derechos de acción y de contradicción tiene carácter irrestricto; el que no sólo está plasmado en la legislación procesal, sino que obedece a la propia esencia de ambos derechos, concebidos además, y fundamentalmente, como institutos jurídico procesales que soportan las estructuras y esquemas de todo proceso. Así, el proceso existe sólo por la acción, y depende de su ejercicio; pero, un proceso no será tal, pese a su incoación si no se impele en él la contradicción, como respuesta lógica a la acción, sea activa o pasivamente. De ahí, se tiene el respeto al derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y es desde ahí que parte la consideración al debido proceso.

Empero, no obstante darse una –suerte de— equiparidad entre acción y contradicción, ésta resulta teniendo más amplitud que aquélla; lo que, sin embargo, no implica una desigualdad entre los sujetos a quienes les corresponde, respectivamente, cada uno de tales derechos; sino que, por el contrario, es la referida amplitud la que equilibra las posiciones de las partes en el proceso. El accionante, al producirse el inicio del proceso, empieza teniendo ventaja frente al sujeto a quien apunta el emplazamiento, no sólo temporal sino también posicional; entonces, la contradicción intenta implantar una horizontalidad entre las partes, para lo cual muchas veces no es suficiente contraatacar la pretensión, sino que es necesario exigir la validez de la relación procesal.

Finalmente, una humilde –y tal vez inautorizada— recomendación puede verterse en el sentido de que no debe olvidarse, apartarse ni obviarse que la tutela jurisdiccional –verdaderamente— efectiva –lo debido en el proceso al debido proceso— está instituida como un principio universal aplicable en el desarrollo de toda sociedad políticamente organizada, con un mínimo respeto al Estado de Derecho, abarcando su contemplación, aplicación y amparo; siendo, pues, un instituto jurídico fundamental que resulta elemental, no sólo en su conocimiento sino –principalmente— en su genuflexión y aplicación, en la organización estatal de cualquier nación, dirigida a proteger el respeto de los derechos y del Derecho. ·

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Alzamora Valdez, Mario

1951           La acción como derecho autónomo. opus ad: Morales Godo, Juan. 2000. Acción, pretensión y demanda. Primera edición. Lima: Palestra Editores. 448 páginas.

Carrión Lugo, Jorge

1995           Acción, jurisdicción y competencia en materia civil. opus ad: Comentarios al Código Procesal Civil. Volumen II. Primera edición. Trujillo: Fondo de Cultura Jurídica. 160 páginas.

Carrión Lugo, Jorge

2000           Tratado de Derecho Procesal Civil. Volumen I. Primera edición. Lima: Editora Jurídica Grijley. 462 páginas.

Couture, Eduardo J.

1985           Fundamentos del Derecho Procesal Civil. Buenos Aires: Ediciones Depalma. 798 páginas.

De Bernardis, Luis Marcelo

1995           La garantía procesal del debido proceso. Lima: Cultural Cuzco S.A. Editores. 422 páginas.

Devis Echandía, Hernando

1984           Teoría general del proceso. Tomo I. Buenos Aires: Editorial Universidad. 616 páginas.

Fairén Guillén, Víctor

1990           Doctrina general del Derecho Procesal. Hacia una teoría y Ley Procesal General. Barcelona: Editorial Bosch. 560 páginas.

Hinostroza Minguez, Alberto

1998           Las excepciones en el proceso civil. Primera edición. Lima: Editorial San Marcos. 560 páginas.

Monroy Gálvez, Juan

1994           Las excepciones en el Código Procesal Civil peruano. opus ad: Ticona Postigo, Víctor. 1995. Análisis y comentarios al Código Procesal Civil. Tomo I. Segunda edición. Lima: Editorial Grijley. 548 páginas.

Monroy Gálvez, Juan

1996           Introducción al Proceso Civil. Tomo I. Santa Fe de Bogotá: Editorial Temis. 338 páginas.

Morales Godo, Juan

2000           Acción, Pretensión y Demanda. Primera edición. Lima: Palestra Editores. 448 páginas.

Rocco, Ugo

1976           Tratado de Derecho Procesal Civil. Volumen I. Buenos Aires: Editorial Temis y Editorial Depalma. 982 páginas. Traducción de Sentís Melendo, Santiago y Ayerra Redín, Marino.

Sentís Melendo, Santiago

1966           Acción y pretensión. opus ad: Morales Godo, Juan. 2000. Acción, Pretensión y Demanda. Primera edición. Lima: Palestra Editores. 448 páginas.

Ticona Postigo, Víctor

1999(a)       El debido proceso y la demanda civil. Tomo I. Segunda edición. Lima: Editorial Rodhas. 598 páginas.

Ticona Postigo, Víctor

1999(b)      El debido proceso y la demanda civil. Tomo II. Segunda edición. Lima: Editorial Rodhas, 604 páginas.

 

 


 

NOTAS:

[1] Así lo contempla la primera norma acuñada en el cuerpo legal en materia procesal civil de más reciente elaboración y vigencia del país, el artículo I del Título Preliminar del Código Procesal Civil; posición que le denota una especial primacía sobre cualquier otra disposición que a continuación se haya redactado en el Código, además de su especial característica de norma con rango fundamental.

[2] O, como los llama Luis Marcelo De Bernardis: “Tutela Judicial Efectiva”y “Debido Proceso Legal”.

[3] Relación que no sólo alcanza a los sujetos integrantes de la relación jurídica sustantiva, sino también al órgano jurisdiccional encargado de conocer y resolver el conflicto de intereses, e incluso a terceros que puedan coadyuvar a la solución de la controversia.

[4] Sin embargo, es adecuado también prestarle atención a lo expuesto por Juan Monroy Gálvez y Anibal Quiroga León, en cita hecha por Luis Marcelo De Bernardis, respecto a que los elementos esenciales del proceso vendrían a ser: el Estado, representado por el órgano jurisdiccional; las partes, el elemento subjetivo; la iuris petitio o pretensión jurídica, elemento objetivo; y los bienes objeto de la pretensión jurídica, elemento material. Pudiendo expresarse ello como: ¿quién resuelve?, ¿quién o quienes solicitan? y ¿qué es lo solicitado?. Advirtiéndose, sin embargo, la finalidad del proceso como uno de sus elementos esenciales más importantes: el ¿para qué? de éste (De Bernardis, 1995: 32-33).

[5] En su primera manifestación, en Roma, la litis contestatio era vista así; una construcción mental que concebía la existencia de un contrato celebrado ante el praetor, que producía el llamado “efecto consuntivo” en el cual las partes acordaban someterse a lo que se resolviera y en cuya virtud éstas ya no podían retirarse del conflicto ni evitar la ejecución de lo resuelto. El praetor elaboraba una “fórmula” en la cual se recogían los datos necesarios para la solución de la litis contestatio por el iudex; y, en supuestos de menor trascendencia, minimus non curat praetor, por el mismo praetor (Fairén Guillén, 1990: 39-40).

[6] Teoría que surge hacia el siglo XVI, basándose los juristas en la esencia de Derecho Privado del proceso de origen romano, a pesar de considerarlo un concepto inútil –las partes a través de la litis contestatio no acordaban nada ni, tampoco, en muchos casos su sometimiento al proceso tenía carácter voluntario—, manteniéndolo dentro de ese campo, no atreviéndose a efectuar el cambio de concepto que se imponía; produciéndose el arribo al cuasicontrato, que se mantuvo hasta el siglo XIX (Fairén Guillén, 1990: 40-41).

[7] Originalmente planteada por Von Bülow, Die Lehre von den Prozesseinreden und die Prozessvoraussetzungen, hacia 1868, quien, a partir del análisis de textos romanos, concebía la existencia de dos niveles de relaciones jurídicas: las de derecho material, discutidas al interior del proceso; y, la relación jurídica procesal, distinguida de aquéllas tanto por los sujetos, su objeto y los presupuestos procesales que la sustentan (Fairén Guillén, 1990: 42).

[8] Concepción de James Goldschmidt, basada en su constatación de la realidad procesal, sosteniendo que al interior del proceso no se producen “relaciones jurídicas”, entendidas éstas como facultades o deberes de una parte respecto de la otra, sino más bien un conjunto de “situaciones jurídicas” entre las partes, donde los derechos materiales de éstas quedan “en el fondo de la escena, permaneciendo en el escenario la habilidad legal de cada una de ellas para ocupar una posición que favorezca a sus intereses” en base al aprovechamiento del ordenamiento procesal a través de un mecanismo de lanzamiento de cargas a la parte contraria que ésta deberá absolver liberándose de las mismas, a fin de evitar una sentencia que resulte desfavorable para sus intereses; ergo, logrando, la parte vencedora, una sentencia favorable a sus intereses. Tales situaciones jurídicas abarcan los conceptos de expectativas, posibilidades y cargas, los que serían “los únicos derechos en sentido procesal”. Entonces –plasma James Goldschmidt—, “la situación jurídica se diferencia de la relación jurídica no sólo por su contenido sino también porque depende, no de la existencia, sino de la evidencia y muy especialmente de la prueba de sus presupuestos” (De Bernardis, 1995: 23-24).

[9] Teoría que sostiene una pluralidad de elementos del proceso estrechamente vinculados entre sí. Criticada en torno a la consideración de que “todos los actos jurídicos son complejos”, y que la calificación de “entidad compleja no es, virtualmente, una clasificación” (Couture, 1985: 140).

[10] Considerada por Couture como “inaplicable para el jurista al no ser compatible con el rigor del lenguaje con el que éste debe trabajar”, señalando que su “problema esencial” radica en “la multiplicidad de acepciones que el término tiene en el hablar cotidiano” (Couture, 1985: 140).

[11] “Proceso, como procedimiento –de procedere—, indica una serie de actos coordinados para el logro de una finalidad. Es el conjunto de todos los actos que se realizan para la solución de un litigio” (De Bernardis; 1995: 25).

[12] “Consiste en una serie de actividades que colaboran para la consecución del pronunciamiento de la sentencia o en poner en práctica una medida ejecutiva” (De Bernardis; 1995: 25-26).

[13] “Secuencia o serie de actos que se desenvuelven progresivamente, con el objeto de resolver, mediante un juicio de la autoridad, el conflicto sometido a su decisión” (Couture, 1985: 122).

[14] Cuya teoría parte de las características del concepto de “satisfacción jurídica” y su íter, desde el surgimiento de la litis pendencia la cual aparece en distintos momentos de acuerdo a la naturaleza de cada proceso. Distinguiendo entre “proceso incompleto” y “proceso completo”, indicando que en aquél no se va a completar el litigio entre ambas partes debido a que al someterse la pretensión de una de ellas ante el órgano jurisdiccional, tal no va a poder determinar a quien le corresponde lo controvertido, porque la parte de la cual se pretende algo está conforme con la pretensión actuada, “no completándose el proceso ya que no se producirá una resolución definitiva por el órgano encargado”. Por su parte, el “proceso completo” es definido como “una pretensión dirigida a través de un órgano jurisdiccional, resistida por la pretendida y avocado por ello el litigio así formado –crisis del conflicto— a que dicho órgano dicte una resolución sobre tal “cosa”, vinculante para las partes; vinculación originada por la situación de superioridad en que el Juez se halla con respecto a las partes por sus “potestades” de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado” (Fairén Guillén; 1990: 22-24).

[15] Apreciación de James Goldschmidt según la referencia de Juan Monroy Gálvez y Aníbal Quiroga León, citados por Luis Marcelo De Bernardis (De Bernardis; 1995: 34).

[16] “El derecho sucumbirá ante el proceso por la desnaturalización en la práctica de los mecanismos que constituyen una garantía de justicia, por lo que el instrumento de tutela falla en su propósito, privando la propia ley procesal al proceso de su función tutelar” (Couture, 1985; 148-149).

[17] Regulado de manera expresa por primera vez en la Carta Magna de 1215 expedida por el rey “Juan sin tierra” de Inglaterra; trasplantado a las Colonias de Norteamérica, donde fue incorporándose en algunas constituciones coloniales o Charters y, luego, a la Constitución Federal norteamericana de 1787 a través de sus Enmiendas V (1791) y XIV (1868). Es de resaltar el contenido del capítulo 39 de la Carta Magna: “Nullus liber hommo capitur; vel impresonetur, aut dissaisiatur, aut utlagetur, aut exultetur, aut aliquo modo destruatur, nec super um ibimus, nec super eum mittemus, nisi per legale iudicium parium sourum ver per legem terrae” –ningún hombre libre será detenido, ni preso, ni desposeído de sus bienes, ni declarado fuera de la Ley, ni desterrado, ni perjudicado en cualquier otra forma, ni procederemos o haremos proceder contra él, sino en virtud de un juicio legal de sus pares, según la Ley del país—. La expresión legem terrae fue reemplazada por la de due proces of law –traducida como “debido proceso legal”—, en el texto de la Carta reexpedida por el rey Eduardo III, el que se expresaba de la siguiente manera: “That no man of wath estate or condition that he be, shall be put out of land or tenement, nor taken nor imprisoned, nor disinherited, nor put to death, without being brought in answer by due process of law” –ninguna persona, cualquiera que sea su condición o estamento, será privada de su tierra, ni de su libertad, ni desheredado, ni sometido a pena de muerte, sin que antes responda a los cargos en un debido proceso legal (Ticona Postigo, 1999(b): 63).

[18] Termino recogido de cita hecha al profesor Juan Francisco Linares, para quien el debido proceso sustantivo consiste en “la exigencia constitucional de que las leyes deben ser razonables, es decir, que deben contener una equivalencia entre el hecho antecedente de la norma jurídica creada y el hecho consecuente de la prestación o sanción, teniendo en cuenta las circunstancias sociales que motivaron el acto, los fines perseguidos con él y el medio que como prestación o sanción establece dicho acto” (Ticona Postigo, 1999(a): 69-70).

[19] Ello obedece, principalmente, a que las propuestas doctrinarias proceden de diversas ópticas, desde el proceso penal –mayormente—, el proceso civil, y aun del área administrativa, e, inapartablemente, desde una perspectiva constitucional.

[20] En el Título Preliminar del Código Procesal Civil peruano se han consagrado, además de la garantía fundamental del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, los principios: de dirección e impulso del proceso, de integración de la norma procesal, de iniciativa de parte y de conducta procesal, de inmediación, concentración, economía y celeridad procesales, de socialización del proceso, el iura novit curia, de gratuidad en el acceso a la justicia, de vinculación y de formalidad, y de doble instancia.

[21] Basta el texto del artículo I del Título preliminar del Código Procesal Civil peruano, según el cual “toda persona tiene derecho a la tutela jurisdiccional efectiva para el ejercicio o defensa de sus derechos o intereses, con sujeción a un debido proceso”, para determinar la ineluctable consagración del Principio y derecho de contradicción, conjuntamente con los derechos de acción y a un debido proceso, conformantes –los tres— de la garantía y derecho a la tutela jurisdiccional.

[22] Acotando a renglón seguido, y con acento iterativo, que “la idea prevaleciente no es que se produzca en la práctica el contradictorio, sino que las partes tengan el derecho pleno e irrestricto de ejercerlo, en consecuencia, el principio de contradicción es abstracto” (Monroy Gálvez, 1996: 83).

[23] Tanto este Principio de igualdad entre las partes, como su vinculado Principio de contradicción –además de derechos fundamentales como el libre acceso a la justicia y el derecho al Juez imparcial—, está contenido en las nociones anglosajonas de His day on Court y Procedural Due Process, equivalentes –al menos en teoría— a los conceptos de “una razonable oportunidad de hacer valer su derecho” –del justiciable—, “Tutela Judicial Efectiva” y “Debido Proceso Legal”, recogidos en el sistema legal casero (De Bernardis, 1995: 39).

[24] Sin embargo, aunque sin restar su importancia, se presentan casos excepcionales en los que debe abandonarse su observancia o cumplimiento con la finalidad de garantizar la eficacia del proceso mismo, verbigracia, el establecimiento de medidas cautelares.

[25] Teniéndose el Código Procesal Civil, en el que, en la parte in fine de su artículo 2° se establece que “por ser titular del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, el emplazado en un proceso civil tiene derecho de contradicción”; consagrándose en el artículo 3° que “los derechos de acción y contradicción en materia procesal civil no admiten limitación ni restricción para su ejercicio”, ello, sin perjuicio de los requisitos procesales previstos en el Código.

[26] El profesor madrileño alude tales características a la acción, no buscando precisamente definirla como tal, sino que intenta separarla de la concepción de pretensión, y de la concepción de demanda. Explica que “tal fenómeno se ha hecho posible en virtud de una sustitución conceptual que ha colocado, en el lugar definidor que la pretensión ocupa, otras figuras realmente distintas por su naturaleza pero que erróneamente venían a desempeñar en la ciencia del proceso la misión que aquélla correspondía”: el concepto de acción y el concepto de demanda; refiriéndose incluso a un secuestro del concepto de pretensión procesal por parte de estas figuras (Morales Godo, 2000: 322).

[27] Propugnando esta última apreciación a partir del análisis de las teorías concretas –la acción como derecho a una sentencia favorable— y las teorías abstractas –la acción como derecho a una sentencia cualquiera— , que se superpusieron a las teorías monista y dualista, y que, al principio, mantuvieron la misma línea de pensamiento criticada por Jaime Guasp; pero que, en una posición intermedia –una teoría intermedia a las concretas y a las abstractas— conceptuaron a la acción como derecho a una sentencia justa –específicamente, posición de Oskar Von Bülow, Klage und Urteil, en Zeitschrift für Deutschen Zivilprozess— “cuando se afirma que la acción es el poder de provocar una sentencia de los tribunales, bien sea una sentencia justa, como quiere algún sector que no puede prescindir del todo de la atribución de cierto contenido a la acción, bien sea de una sentencia sin más, como quiere la teoría abstracta pura, entonces se descubre, no solamente la aptitud de esta concepción para explicar la realidad de la acción, sino también lo que hasta entonces no se veía con tanta limpieza; a saber, que el poder de provocar la actividad jurisdiccional existe desde luego pero, ni por su naturaleza ni por su contenido, pertenece en realidad a la ciencia del proceso” (Morales Godo, 2000: 325-327).

[28] Se recoge así que el maestro italiano Giuseppe Chiovenda entiende por derechos potestativos ciertos poderes que se ejercitan ya con la simple manifestación de voluntad, ya con la intervención necesaria del juez, pero que tienen como elemento común “la producción de un efecto jurídico a favor de un sujeto y con cargo a otro, el cual nada puede hacer, pero nada tampoco debe hacer, para apartar de si aquel efecto, quedando sujeto a su producción; la sujeción es un estado jurídico que no requiere el concurso de la voluntad del sujeto ni ninguna actitud suya”. Ugo Rocco criticó duramente la teoría de Chiovenda, expresando su convencimiento acerca de “la absoluta impropiedad técnica del concepto de derecho potestativo y de la ninguna utilidad del mismo para la construcción de la acción como derecho subjetivo”, explicando que “no es lógico que existan derechos sin obligaciones”, y que los llamados derechos potestativos son “facultades contenidas en todos los derechos subjetivos a las que no corresponden obligaciones en particular sino sólo la obligación determinada en forma genérica”. En su réplica, el profesor Chiovenda expone en cuanto a la acción como una facultad del demandante contra el Estado, que “esto significaría que puede existir un conflicto de intereses entre uno y otro y la verdad es que persiguen fines comunes –el actor y el Estado—, la realización del derecho objetivo y los intereses que éste protege”. En este ínterin, se recoge la dúplica de Ugo Rocco, quien manifiesta que “se pretende combatir esta tesis sosteniendo que el deber jurisdiccional de los órganos del Estado existe frente al Estado y no frente a los particulares. Pero esto significa que Chiovenda, confunde dos tipos de relaciones: una relación de servicio, regulada por leyes de organización judicial, entre el Estado y sus órganos; y una relación procesal, que liga a las partes y al Estado, regulada por las leyes de procedimiento” (Alzamora Valdez, 1951: 285-287).

[29] La pretensión material está referida al acto de exigir a otro algo justiciable o con relevancia jurídica; manteniéndose tal calidad hasta antes del inicio de un proceso; sin embargo, “puede haber pretensión material sin proceso y proceso sin pretensión material”. Cuando la pretensión material no es satisfecha, y se carece de alternativas extrajudiciales para exigirla o conseguirla, sólo queda el camino de la jurisdicción; entonces, el titular de una pretensión material, utilizando su derecho de acción puede convertirla en pretensión procesal, implicando ello la utilización de los órganos jurisdiccionales. La pretensión procesal es “el núcleo de la demanda, y en consecuencia, el elemento central de la relación procesal” (Monroy Gálvez, 1996: 272-273).

[30] “Destacar el carácter abstracto del derecho de contradicción es, a su vez, descartar la tesis chiovendiana que lo concibe como un contraderecho frente a la acción. Como es evidente, tal teoría parte a su vez, de la consideración de que el derecho de acción sólo lo tienen quienes son titulares de un derecho sustancial, posición histórica ya superada en el desarrollo de los estudios científicos del proceso. Hoy podemos afirmar, sin hesitar, que ni la titularidad y tampoco el ejercicio del derecho de contradicción se afectan por el hecho de que el demandado no tenga fundamento alguno para discutir la pretensión del demandante. Exagerando la idea pero sin desvirtuarla, podemos afirmar que el derecho del demandado de allanarse al petitorio o reconocer la pretensión es consecuencia de su decisión de descartar el ejercicio de su derecho de contradicción que, por cierto, existió” (Monroy Gálvez, 1996: 286).

 


 

(*) Abogado. ESTUDIO JURÍDICO SANTOS E. URTECHO BENITES ABOGADOS. Trujillo, Perú. 

E-mail: suntato@timnet.com; urtnavsa@ec-red.com; ejseub@abogados.net

 


 

Página anterior

Índice

Página siguiente

HOME