Revista Jurídica Cajamarca | |||
Principio de reserva de la ley penal versus autoritarismo estatal(*)Manuel A. Abanto Vásquez (**)
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El que nadie pueda ser sancionado por acto u omisión que no se encuentre previsto previamente en una ley penal, de manera clara y precisa, es un principio básico de toda sociedad actual. Sin embargo, ello no siempre fue así, sino constituyó el fruto de un largo y hasta sangriento proceso histórico en Europa . Nuestro país se ha “ahorrado” el proceso mencionado y el legislador constitucional ha venido reconociendo sin más el “principio de legalidad” y muchas otras conquistas de las sociedades democráticas. El artículo 57 de la Constitución de 1933 contenía una formulación del principio de legalidad casi idéntica a la que se encuentra en las Constituciones posteriores. Pero el “ahorro de lucha” por conquistar derechos se ha traducido en “costo” de desconocimiento y consciencia sobre las consecuencias que estas conquistas significan. Incluso la sencilla formulación del “principio de legalidad” no ha sido entendida en toda su magnitud, pese a su decisiva importancia para las labores legislativa e interpretativa de las leyes penales, y, en última instancia, para la instauración de una auténtica democracia. Uno de los vacíos más evidentes y más descuidados ha sido el respeto del principio de “reserva de la ley penal”. En adelante se analizan las vinculaciones de este principio con el de legalidad, su aplicación práctica en el extranjero y en el Perú, y las posibilidades de su verdadero respeto en el futuro. 1.- El Principio de Legalidad El
origen del principio de legalidad ha estado vinculado con el origen de las
propias Constituciones. En la doctrina tradicionalmente se ha buscado el
antecedente más remoto del principio de legalidad en la
“Magna Charta Libertatum” donde tras una lucha contra el Juan
Sin Tierra, los súbditos ingleses libres obtuvieron la garantía de que
las sanciones contra ellos solamente estarían permitidas “per legale
iudicium parium suorum vel per legem terrae”. Se buscaba con ello
ponerse a salvo de la arbitrariedad con la que el monarca actuaba, creando
deberes y derechos (sobre todo tributarios) según sus propios intereses.
Sea que éste sea el origen o no del principio de legalidad en sentido de
ley material estricta o más bien una garantía procesal[1]
el hecho es que por lo menos constituye un valioso precedente del
“sentido” que ilumina actualmente tanto al derecho europeo-continental
como al anglosajón: la necesidad de “garantías” a los ciudadanos
para prevenir abusos por parte de quien detente el poder. Posteriormente,
como antecedente inmediato del actual “principio de legalidad”, tal
como lo conocemos hoy, la doctrina señala unánimemente a la formulación
depurada proveniente de la Revolución Francesa contenida en la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, aunque
ya antes se había recogido en Declaraciones norteamericanas como la de
Filadelfia (1774), Virgina y Maryland (1776)[2]. Tras
penosas experiencias en el siglo XIX y, en el siglo XX, especialmente
luego del predominio de regímenes totalitarios en Europa (el socialismo
soviético inicial y el nacionalsocialismo alemán) y la Segunda Guerra
Mundial, el “principio de legalidad” se ha impuesto definitivamente en
Europa y en la mayoría de países civilizados[3]. Este principio ha sido
recogido además expresamente en muchas constituciones e incluso Códigos
penales de todo el mundo. De él se derivan una serie de otros principios
que materializan su contenido: el de “certeza” o “taxatividad”, la
“prohibición de la analogía en materia penal”, la
“irretroactividad de la ley penal” y la “prohibición del derecho
consuetudinario”. Pero también plantea la cuestión formal de la
“reserva de la ley penal”, es decir en qué tipo de norma legal deben
estar contenidas las leyes penales. En
el campo del Derecho penal, la especial importancia de este principio en
el Derecho penal se debe precisamente a que las leyes penales, por
contener recortes violentos y graves a derechos fundamentales de las
personas, deben ser aplicables únicamente observando las garantías más
estrictas. De esa manera, no solamente se materializa la “división de
poderes” para evitar la arbitrariedad, sino también se garantiza que el
mensaje normativo contenido en los tipos penales pueda cumplir con su
“función motivadora” en los ciudadanos (fundamento político-criminal)[4]. El principio de reserva de la ley penal El
texto mismo en el que se formula el principio de legalidad de la ley penal
(y también, por cierto, el de la legalidad tributaria) decide la cuestión
de la “reserva de la ley penal”: “Sólo por ley...”
o “... que no esté previamente calificado en la ley”, etc. Esto quiere decir que los delitos solamente deben estar
previstos en “leyes”. Pero quedaría pendiente la cuestión de
establecer a qué leyes se refiere la norma constitucional, pues, por un
lado, existen distintos tipos de “leyes formales” (las emitidas por el
Parlamento): las leyes orgánicas (emitidas por la mayoría del número
legal de los parlamentarios) y las leyes simples (emitidas por la mayoría
de los asistentes a la sesión correspondiente). A ello habría que
agregar que algunas constituciones, como la nuestra, también reconocen
“fuerza de ley” a otras normas legales, como los Decretos
Legislativos. Es lo que se conoce como “ley” en “sentido
material”. Bajo
una auténtica concepción de estado de Derecho, esta última opción ni
siquiera debería plantearse. En
efecto, el sistema de división de poderes estaría mal configurado si se
permitiera un sobrepeso del poder ejecutivo al permitirle legislar sobre
materias tan importantes como la tributaria y la penal[5].
Solamente una norma legal emanada del Parlamento tiene la suficiente
legitimidad como para restringir gravemente los derechos individuales de
las personas; y de esto se trata en el caso de las leyes penales. Recién
tras una amplia discusión pública, transparente, entre los
representantes del pueblo deberían estos poder imponer el ejercicio de
ius puniendi contra la conductas más graves que atentan contra los
intereses más urgentes de los ciudadanos. La necesidad de otorgar tantas
garantías a los ciudadanos se desprende, por lo demás, del lugar
privilegiado que la propia Constitución otorga al ciudadano (“el fin
supremo de la sociedad y del Estado” según el art. 1) y a los derechos
individuales. En
países donde se busca una máxima garantía de los derechos de los
ciudadanos, el principio de reserva llega a tal extremo que se exige
incluso más garantías que las provenientes de una “ley formal”
simple: toda ley que contenga “penas privativas de libertad” debe ser
aprobada por la mayoría del número legal de los miembros del parlamento.
Es decir, se exige una “ley orgánica” para este tipo de leyes
penales; la “ley formal simple” (emitida con el voto favorable de la
mayoría de los asistentes a la votación) solamente podría contener
leyes penales que no prevea penas privativas de libertad. El paralelo con España resulta notable. Así, ya en 1981, poco tiempo después del regreso a la democracia de España, tras la dictadura de Franco, el connotado penalista español Enrique GIMBERNAT ORDEIG efectuaba una crítica a la práctica inicial del legislador penal español, el cual abusaba entonces del empleo de “decretos-leyes” en vez de emplear “leyes orgánicas”; por ese motivo se le calificaba como “inconstitucional”[6]. En la actualidad, como fruto de esa experiencia, la doctrina española considera, sin excepciones, que la ley penal debe estar contenida siempre en un texto emitido por el parlamento. Debido a que ella contiene desvaloraciones ético-sociales y conlleva graves recortes a libertades individuales, tiene que estar revestida de las mayores garantías formales del Estado de Derecho[7]. En la doctrina española solamente hay discusión en cuanto a los límites de la exigencia de “ley orgánica” para legislar penalmente: parte de la doctrina considera que, para dotar mayores garantías democráticas, toda ley penal debe estar contenida en una ley orgánica (votada por la mayoría legal de parlamentarios), mientras que otra doctrina restringe el requisito de ley orgánica a las leyes que contengan penas o medidas de seguridad que restrinjan derechos fundamentales (libertad individual, igualdad) o estén implicados bienes jurídicos fundamentales (para las demás leyes penales debería bastar una ley formal simple)[8]. Pese a esta discusión doctrinaria, en lo esencial existe consenso, pues ambas posturas invocan la necesidad de “leyes orgánicas” para la emisión de leyes penales que incluyan penas privativas de libertad. Esta interpretación se ha visto además reforzada por la jurisprudencia constitucional de dicho país que ha llegado a declarar la inconstitucional de leyes formales que contenían penas privativas de libertad, debido a que no habían sido votadas por la mayoría legal de los integrantes del Parlamento[9]. Los “decretos legislativos” (en sentido similar al peruano) fueron utilizados anteriormente para reformas parciales del Código penal en 1932, 1944 y 1973, pero en la actualidad, como no puede versar sobre el desarrollo de derechos fundamentales y libertades públicas según el art. 82, apartado 1 de la Const. española[10], tampoco es posible que contengan normas penales. También en Alemania, donde en general se interpreta el término “ley” utilizado por la Constitución en el sentido más amplio, hay consenso en la doctrina, sin embargo en que tal “ley” solamente puede ser una “formal” (emitida por el Parlamento) cuando la ley penal contenga penas privativas de libertad, pues “las intervenciones en la libertad solamente deben poder ser emprendidas mediante una expresión jurídica decidida por el Parlamento Federal o un Parlamento regional siguiendo el procedimiento establecido para la labor legislativa”[11]. Como claramente destaca KÖHLER: “La forma de ley sirve con ello, por un lado para la regulación armoniosa, predecible de complejas relaciones jurídicas interpersonales (sociales): la función de racionalidad de la ley. Por otro lado, la ley garantiza, según su idea, de la mejor manera posible la realización de la voluntad jurídica general en la medida en que se base en una relación de intermediación representativa de la voluntad desde el momento de la formación del Legislativo hasta el procedimiento legislativo: la función de autodeterminación o de legitimación de la ley”[12]. El motivo de la exigencia de “ley formal” radica, pues, en una aplicación consecuente de los principios mismos de todo Estado social y democrático de derecho: el respeto al sistema de división de poderes con la finalidad de otorgar las mejores garantías posibles a los ciudadanos ante el peligro de arbitrariedad estatal[13]. En
el Perú, la Constitución de 1979 preveía en su texto legal el principio
de “reserva de la ley penal” empleando el texto ya clásico de que
solamente mediante una “ley” previa podrían restringirse libertades
individuales y someter a las personas a procesos penales y penas
(art. 2). Sin embargo, en vez de interpretar tal principio en su
contexto, lo cual habría acercado nuestro Derecho a los estándares
democráticos internacionales sobre la génesis de la ley penal, se
prefirió en la práctica relativizar el principio, permitiendo que la
materia penal sea delegable al Ejecutivo para que éste pueda legislar
haciendo uso de Decretos Legislativos (art. 188 Const. 1979). Con mínimas
diferencias, los artículos constitucionales fueron reproducidos también
en los mismos Códigos penales (arts. 2 y 3 del C. P. de 1924 y art. II
del Título Preliminar C. P. de 1991). En todos los casos, las normas
constitucionales y penales, aunque no especificaban el tipo de “ley”
en que debía estar contenida la norma penal, debieron haberse
interpretado, de conformidad con el “principio democrático” en el
sentido de que se referían a una “ley” emanada del Parlamento. Las
normas legales emanadas por el Ejecutivo, por su propia naturaleza, no son
“leyes” en sentido formal, aunque, en casos excepcionales, puedan
tener “fuerza de ley”. La
Constitución de 1993 ha ido incluso más lejos que la del 79 aún pues ha
legitimado sutilmente la práctica antidemocrática peruana, pues si bien
continúa incluyendo en su texto la formulación tradicional del principio
de reserva (art. 2, numeral 24, literales b y d), sutilmente permite con
alguna claridad que los Decretos Legislativos puedan contener leyes
penales. Así cuando se refiere a la posibilidad de que el Parlamento
delegue facultades al Ejecutivo (art. 104), establece que la materia de
los Decretos Legislativos no puede ser aquella que es indelegable a la
Comisión permanente del Congreso. Y en la lista de “materias
indelegables” (art. 104, segundo párrafo, numeral 4) a esta Comisión
no figuran las leyes penales. Por lo demás, el art. 106 de la Constitución
de 1993 solamente exige expresamente una “ley orgánica” cuando se
trate de la regular la organización y funciones de entidades del Estado y
otras materias, sin incluir dentro de ellas a la materia penal. De esta
situación resulta claro que la Constitución no prevé que las normas
penales puedan estar contenidas en “leyes orgánicas” pero también
parece admitir la interpretación de que estas puedan constituir
“materia delegable” al Ejecutivo para su regulación mediante Decretos
Legislativos. La doctrina constitucional peruana lamentablemente no se ha
preocupado por este problema en la medida necesaria y, cuando lo ha hecho
se ha limitado a un análisis meramente formal del texto escrito que
legitima la práctica antidemocrática de legislar penalmente mediante
Decretos legislativos[14].
Entre los penalistas nacionales actuales, salvo pocas excepciones, tampoco
hay interés siquiera teórico por este problema[15]. Culmina
así un desarrollo que ya la práctica legislativa había admitido desde
la vigencia de la Constitución de 1979 que las leyes penales sean
emitidas mediante Decreto Legislativo, es decir mediante una norma legal
dada por el Ejecutivo en virtud de una delegación previa del Parlamento.
Precisamente el momento para el incorrecto entendimiento ulterior del
principio de “reserva de la ley penal” (y la consecuente falta de
democracia) surgió cuando el país retornó a la democracia luego del
gobierno militar. Es decir, a partir de la vigencia de la Constitución de
1979 (destaca el paralelo temporal con la situación española). En ese
momento y en los primeros años posteriores, una serie de autores
nacionales advirtió en alguna medida el problema en sus comentarios al
texto de la “ley de leyes”, si bien la mayor preocupación de entonces
se dirigía a la vigencia de los llamados “decretos-leyes” (los
emanados del gobierno de facto que había gobernado el país por más de
una década) en un contexto democrático[16].
Pero se dejó pasar el momento histórico para exigir a la práctica
legislativa un verdadero respeto del “principio de legalidad”. Y esa
práctica se transformó en costumbre hasta el día de hoy a tal punto que
ni siquiera se plantea el origen del problema. Debe
observarse, sin embargo que incluso de la Constitución peruana de 1993,
pese a confuso tenor, también pueden extraerse argumentos a favor de la
concepción aquí defendida. Así, si materias menos importantes que los
derechos individuales como la organización de entidades estatales y
materias presupuestales no pueden ser delegadas al Ejecutivo para legislar
sobre ellas (art. 104, segundo párrafo concordado con el art. 101,
numeral 4) e incluso requieren estar contenidas en “leyes orgánicas”
(art. 106), ¿por qué las leyes penales deberían poder constituir
materia delegable al Ejecutivo? El Parlamento no puede ni debe
“abdicar” de sus propias facultades cediendo facultades legislativas
al Ejecutivo en esta materia. La interpretación tradicional que se ha
dado hasta ahora a la “reserva de la ley penal” permite al gobierno de
turno acaparar el poder, y nada garantiza que éste no abuse de él ni que
sus funcionarios puedan vender la función al mejor postor sin temor a una
responsabilidad penal mientras tal poder esté en sus manos. Consecuencias de la violación del principio de reserva El
problema planteado no dejaría de ser una cuestión meramente académica,
teórica, si no tuviera enormes implicancias prácticas. Al no respetar el
“principio de reserva” de la ley penal, el Ejecutivo tiene manos
libres para configurar el Derecho penal a la medida de sus propios
intereses. Estos pueden ser buenos, loables, pueden incluso coincidir con
el bien común, pero tienen el defecto de no estar sometidos a ningún
control democrático. Y este defecto es decisivo, pues permite el abuso de
poder con fines políticos y de grupos de poder haciendo tabla rasa de
otros principios del Derecho penal de indiscutible importancia, en
especial de los principios de “lesividad” y de “mínima intervención”. Como
es sabido, el principio de “lesividad” o “exclusiva protección de
bienes jurídicos” (reconocido expresamente en el art. IV del Título
Preliminar Código Penal peruano) plantea una límite importante a la
intervención penal: el Derecho penal no deba proteger intereses que no
sean los indispensables para el funcionamiento de la sociedad. Pero además,
si se vincula este principio al de “proporcionalidad”, al de
“humanidad” y a la vigencia de derechos individuales más
fundamentales, no debería recurrirse al Derecho penal, en algunos casos,
incluso si existiera un bien jurídico “digno de protección” cuando
tal protección legal puede ser brindada con un medio menos grave que el
penal (principio de mínima intervención). Y es que el Derecho penal
implica la más grave intervención en los derechos fundamentales de los
ciudadanos. Luego, solamente debería aplicársele en los casos en que la
protección de los bienes jurídicos no pueda darse de una manera menos
gravosa, o sea si ya han fracasado todos los demás controles formales o
informales[17].
En nuestro medio, este principio no está previsto de manera expresa, pero
por su sentido último puede ser vinculado con el art. I del Título
Preliminar: la finalidad de “la prevención de delitos y faltas como
medio protector de la persona humana y de la sociedad”. Si el Derecho
penal no garantiza la prevención del delito o si causa más daño que el
que evita, entonces no debería ser empleado. El
principio de “lesividad”, que fuera ampliamente desarrollado y
argumentado durante la década de los años 60 para descriminalizar
amplios ámbitos del Derecho penal, no siempre es correctamente entendido.
No quiere decir que siempre se tenga que descriminalizar y reducir el ámbito
penal a la protección de bienes jurídicos estrictamente individuales (así,
la escuela de Francfort), sino que solamente dice que debe evitarse
sancionar penalmente cuando la protección ya la está brindando o puede
brindarla aún otra área del Derecho; p. ej. los incumplimientos
contractuales pueden ser solucionados por la vía civil, muchas
infracciones al orden de los actos funcionales pueden ser suficientemente
sancionados por el derecho disciplinario (si se trata de funcionarios públicos)
o administrativo (en el caso de los administrados); lo las infracciones de
tráfico, salvo casos realmente graves, pueden ser reprimidos por el
Derecho policial. Pero, por otro lado, si existe un bien jurídico
importante y no existe otra forma de dar la protección adecuada al bien
jurídico, nada impedirá que se tenga que recurrir al Derecho penal
cuando exista un “déficit” de protección[18].
Esto es particularmente cierto en el campo del Derecho penal económico. Por
otro lado, como observa la doctrina, últimamente se produce una tendencia
contraria a la vigencia del principio de “mínima intervención”
debido al deseo de utilizar al Derecho penal como un medio “simbólico”
de lucha contra la criminalidad. Así, se pretende dar solución a
conflictos sociales con la mera previsión de nuevos tipos penales o con
la agravación de los ya existentes, en vez de buscar la solución en
problemas estructurales (educación, mayores controles administrativos,
laborales, etc.). P. ej. se critica así la introducción de los nuevos
tipos penales de “acoso sexual” y de “discriminación” en la
legislación penal española. Este aumento exagerado de la punibilidad,
sin considerar la “necesidad” real de la intervención penal (que para
otros equivale a un principio independiente) tiende a la instauración de
un Estado policial donde la convivencia se vuelve insoportable[19]. Esta
crítica, dirigida en Europa a la introducción de tipos penales distintos
de los tradicionales (como los económicos)[20]
es tanto más legítima en países como los nuestros, con una débil
tradición democrática. Aquí, debido a la (tendenciosa) mala
interpretación del “principio de reserva de la ley penal”, el
Ejecutivo hace amplio uso de las delegaciones de facultades legislativas
para “reaccionar” rápidamente ante cualquier incremento de la
criminalidad, sobre todo de la criminalidad común. El resultado es una
degeneración del Derecho penal: al mismo tiempo se atenta contra los demás
principios, sobre todo contra el de “proporcionalidad”. Aquí sí que
el Derecho penal está siendo considerado como “primera ratio” en la
lucha contra la criminalidad violenta (la de los sectores más pobres)[21]
a diferencia de Europa donde la ampliación del ámbito punitivo se debería
más bien a un déficit de protección debido a la mayor necesidad de
protección de intereses que se han vuelto tan básicos para la vida
social que han sido elevados a la categoría de bienes jurídicos. Como
consecuencia de esta orientación realista y democrática del Derecho
penal, en Europa se legisla penalmente, en especial y con mucha precisión,
sobre delitos económicos, manipulación genética, o atentados contra el
medio ambiente, al mismo tiempo que se ofrecen posibilidades reales de
resocialización a los delincuentes tradicionales (penas menos severas,
programas de reeducación y readaptación social, etc.). Entonces,
en el Perú la tolerancia con la práctica legislativa del Ejecutivo, que
al principio solamente tenía por misión adecuar la situación legal
anterior (los decretos-leyes) a los nuevos principios constitucionales[22],
y que luego degeneró en una potestad legislativa auténtica, ha permitido
en los años posteriores y hasta ahora una serie de manipulaciones políticas
del Derecho penal. Aquí ha sido práctica común que el Legislativo
delegue facultades al Ejecutivo para que dicte leyes, incluso con carácter
penal. P. ej. el mismo Código penal de 1991 fue dado mediante un Decreto
Legislativo (D. Leg. 635). Otros ejemplos lamentables han sido una serie
de decretos legislativos sumamente represivos que modificaron poco a poco
el relativamente mesurado tono del texto original del C. P. En especial
destaca que, conforme se agravaba la situación política del país, la
actividad del legislador penal se haya manifestado cada vez más
autoritaria y represiva tanto en lo material como en lo procesal. Así, a
partir de 1998, haciendo amplio uso de la delegación de facultades
otorgada por el Parlamento mediante la Ley 26950 (19/05/98)[23],
se dictaron una serie de leyes sumamente cuestionables: la “Ley contra
el terrorismo agravado” (D. Leg. 895), “Ley contra los delitos
agravados” (D. Leg. 896), “Ley contra la posesión de armas de
guerra” (D. Leg. 898), “Ley contra el pandillaje pernicioso” (D.
Leg. 899), etc.[24].
Pero este Derecho penal simbólico, autoritario y ultrarrepresivo tampoco
puede ser considerado como característica exclusiva del corrupto régimen
político iniciado en 1990. También durante los regímenes anteriores se
ha empleado abusivamente al Derecho penal. En realidad, si hay algo que ha
caracterizado al Derecho penal peruano es su corte “autoritario”; algo
que la doctrina penal peruana siempre ha reprochado a los gobiernos de
turno[25],
aunque sin referirse a la estructura misma que permite los abusos: el
exceso de poder del Ejecutivo merced a una errada concepción del
principio de “reserva de la ley penal”. El
resultado de esto ha sido la violación de todos los principios básicos
del Derecho penal a través de leyes penales sumamente represivas (llegan
a prever la “cadena perpetua” para una serie de delitos y se han
recortados medidas de excarcelación), desproprorcionadas (se reprime
sobre todo delitos contra la propiedad), e innecesarias (se recurre para
todo al Derecho penal). Ni siquiera se puede afirmar seriamente que tales
leyes sean eficaces, pues la realidad muestra un preocupante incremento de
la criminalidad, así como una impunidad intolerable en delitos de los
poderosos (delitos económicos, contra el medio ambiente, tributarios,
corrupción de funcionarios). Perspectivas
y soluciones
En
contra de la práctica e interpretación actuales puede, pese a todo,
interpretarse las normas constitucionales en el sentido de que exigen por
lo menos una “ley formal” (es decir una norma legal emitida por el
Parlamento) para emitir leyes penales y procesales penales, así como
aquellas que las modifiquen. Y es que, si bien no se exige (aunque tampoco
se impide) que las leyes penales constituyan “leyes orgánicas”,
tampoco se faculta (ni siquiera interpretativamente) que estas sean
“delegables”. Dado que nuestra Constitución establece un sistema de
“división de poderes” (art. 43), y reconoce una serie de derechos
individuales (dignidad, libertad, propiedad, etc.), la restricción de
estos derechos mediante leyes penales no puede darse sino otorgando las
mayores garantías de democracia a la decisión legal que va afectar a los
ciudadano. Y ella, según la Constitución actual, solamente es posible
mediante una “ley formal”. De
lege ferenda sería preferible establecer expresamente en nuestra
Constitución la “reserva absoluta” de la ley penal[26].
La supuesta ventaja de la “rapidez” de los Decretos Legislativos no
puede ser suficiente para optar por una vía antidemocrática en la génesis
de la ley penal. Pero la experiencia de los últimos años también ha
demostrado que tal rapidez es aparente, pues además de generar leyes
penales simbólicas, autoritarias, injustas, draconianas y hasta
ineficaces, también generan “lentitud” cuando en procesos posteriores
tienen que ser derogadas, con el consiguiente “costo de tiempo” en la
generación de nuevas leyes y en la adecuación de los procesos penales a
estas nuevas leyes. Constatado
el hecho de que en nuestro país no ha existido un tradicional respeto por
la vigencia del principio de reserva (muchas leyes penales, incluyendo al
Código Penal, fueron emitidas mediante Decreto Legislativo), corresponde
proponer alguna solución transitoria práctica frente a la enorme
cantidad de leyes penales vigentes, pero inconstitucionales en su origen.
Mantener el statu quo implicaría no solamente permanecer en el error y
seguir permitiendo el abuso del Derecho penal, sino también no respetar
el texto constitucional, correctamente entendido. Pero tampoco se puede
hacer tabla rasa con todas las leyes penales que no reúnen los requisitos
que exige el principio de reserva de la ley penal, pues ello llevaría al
país a un caos jurídico. La solución más razonable debe consistir en
legitimar tales leyes, aprovechando el momento para su revisión completa,
por una comisión de expertos que someta luego el resultado de su trabajo
al Parlamento, el cual deberá dar la aprobación necesaria mediante la
mayoría del número legal de sus miembros (“ley orgánica”). Este
procedimiento no precisaría ninguna modificación constitucional, ni
siquiera una nueva Constitución (aunque ambos pasos podrían ser
necesarios por otros motivos), pues –como ya se vio más arriba- el
texto actual permite la interpretación correcta. Ciertamente, también es
posible (y en nuestro país por lo visto necesario) una aclaración
expresa del texto constitucional; una reforma constitucional podría
introducir la mención expresa de la necesidad de “leyes orgánicas”
cuando se trate de legislar sobre materia penal, restringiendo la libertad
de las personas (para penas de multa y otras bastaría una “ley
formal” simple). En
todo caso no debe volverse a cometer el error de dejar al Ejecutivo la
adecuación de las leyes penales inconstitucionales (por estar contenidos
en Decretos Legislativos) tal como ocurrió a partir de 1979[27].
La abdicación del Legislativo no debe volver a ocurrir ni siquiera como
excepción. La experiencia de las últimas décadas ha demostrado que tal
abdicación no se limita al Derecho penal y llevada al extremo (como sigue
sucediendo a través de los Decretos Legislativos y Decretos de Urgencia)
hacen de la “excepción” la “regla general” de una ausencia de auténtico
Estado de Derecho. Un
decisivo toque de auténtica democracia en los procesos de gestación de
las leyes penales es imprescindible. Ello no garantiza por cierto que el
contenido de dichas leyes pueda, aún así ser criticable o injusto, pero
–como dice KÖHLER- es indudable que la forma de ley resulta ser un
momento necesario: esta forma legal que garantiza la compleja intermediación
de los intereses sociales, se opone a la “particularización” que
pueden hacer valer intereses individuales, grupales o de clases[28].
Este peligro se ha venido manifestando dolorosamente en nuestro país,
incluso desde la vigencia de la Constitución de 1979 (¡y no solamente en
el campo penal!) debido a la ausencia de democracia real, una de cuyas
manifestaciones es la falta de respeto al principio de “reserva de la
ley penal”.
NOTAS: * Artículo publicado anteriormente en la revista “Cáthedra” (Universidad Nacional Mayor de San Marcos), Lima, 2003. [1] Al respecto ver JESCHECK/WEIGEND, “Lehrbuch des Strafrechts”, Berlín, 1996, p. 131 y s.; En el mismo sentido, CEREZO MIR, José, c. más ref., “Curso de Derecho penal español”, tomo I, parte general, Madrid, 1996, p. 162 y s.; URQUIZO OLAECHEA, c. múlt. ref., “El principio de legalidad”, Lima, 2000, p. 52 y s. [2] Ver sobre los antecedentes y el desarrollo del principio de legalidad en Europa, ampliamente, CEREZO MIR, op. cit., p. 162 y ss. [3] Ver un análisis sobre el desarrollo en estas etapas, ampliamente, en CEREZO MIR, op. cit., p. 164 y ss. [4] En este sentido, GARCÍA RIVAS, Nicolás, “El poder punitivo en el Estado democrático”, Cuenca (España), 1996, p. 69 y s. [5] Sobre este entendimiento particular y erróneo del “principio democrático” ya me he manifestado anteriormente. Ver “Derecho penal económico. Consideraciones jurídicas y económicas”, 1997, p. 111 y s.; “Comentarios a la Ley de Delitos agravados”, revista “Cathedra”, Nº 3, Lima, p. 113 y ss., 117 in fine y s.; “El principio de certeza en las leyes penales en blanco. Especial referencia a los delitos económicos”, Revista Peruana de Ciencias Penales, Nº 9 (1999), p. 13 y ss., 30 y s.; “El transfuguismo político: ¿un delito de cohecho?”, revista “Cathedra”, Nº 8 (2001), p. 79 y ss. Destaca de manera particularmente clara esta vinculación entre el principio de reserva con el principio de democracia y división de poderes, ROXIN, “Derecho penal, parte general”, 3ra. ed., tomo I, p. 145, n. marg. 20 y s. [6] En “Constitución y Derecho penal”, artículo de una conferencia dictada en 1981 publicado en “Estudios de Derecho penal”, Madrid, 1990, p. 27 y ss. [7] Cfr. POLAINO NAVARRETE, “Derecho penal. Parte general”, Barcelona, 1996, p. 402 y s. [8] Al respecto consultar ampliamente, MUÑOZ CONDE/GARCÍA ARÁN, “Derecho penal, parte general”, Valencia, 1996, c. más ref., p. 103 y ss.; GIMBERNAT ORDEIG, op. cit., p. 27 y ss. Defendiendo la segunda posición, conocida como “posición intermedia” y que es seguida también por la práctica constitucional, MIR PUIG, Santiago, “Derecho penal, parte general”, Barcelona, 1996, p. 77, n. marg. 15, p. 79 y ss., especialmente n. marg. 22 a 25; LUZÓN PEÑA, c. más ref., “Curso de Derecho penal, parte general I”, Madrid, 1996, p. 138 y ss.; CEREZO MIR, “Curso de Derecho penal español. Parte general”, tomo I, Madrid, 1996, p. 152 y s. [9] Así en la sentencia 160/1986 (16-12-1986) declaró la inconstitucionalidad del art. 7, primer párrafo de la Ley 40/1979 (de 10-12-1979) en la parte en que preveía penas privativas de libertad para atentados contra el régimen jurídico de control de cambios. [10] CEREZO MIR, op. cit., p. 153. [11]
JESCHECK/WEIGEND, “Lehrbuch des Strafrechts. Allgemeiner Teil”,
5ta. ed., Berlín, 1996, p. 116. Ver también ROXIN,
“Strafrecht. Allgemeiner Teil”, 3ra. ed., Munich, 1997, p. 101 y
ss. ; JAKOBS, 2da. ed., “Strafrecht. Allgemeiner Teil”, n. marg. 11 y s., Berlín, 1993,
p. 72 y s.; KÖHLER,
“Strafrecht. Allgemeiner
Teil”, Heidelberg, 1997, p. 73, 87. [12]
KÖHLER, op. cit., p. 73. [13] ROXIN, op. cit., p. 102, n. marg. 19 y s. [14] BERNALES BALLESTEROS/OTÁROLA PEÑARANDA, “La Constitución de 1999. Análisis Comparado”, Lima, 1998, p. 479 y ss.; CHIRINOS SOTO, “Constitución de 1993. Lectura y comentario”, Lima, 1996, p. 185, [15] En la literatura más reciente URQUIZO OLAECHEA analiza el “principio de reserva” y entiende que la Constitución del 93 permitiría que la ley penal sea materia contenida en Decretos Legislativos, aunque propugna una modificación constitucional que exija “leyes orgánicas”; ver op. cit., p. 32 y ss. Pero la doctrina penal peruana tradicionalmente ha obviado el problema o ha admitido que puedan darse leyes penales mediante Decretos Legislativos; entre otros VILLAVICENCIO TERREROS, “Lecciones de Derecho penal”, Lima, 1990, p. 60. [16] Ver p. ej. ALZAMORA VALDEZ, exigiendo que todos los “decretos” del Ejecutivo se subordinen a la leyes parlamentarias y estas a la Constitución, “Introducción a la ciencia del derecho”, sétima edición, Lima, 1980, p. 241; RUBIO CORREA/BERNALES, advirtiendo el peligro de la “delegación de facultades legislativas” y la necesidad de controlarlas para que constituyan siempre una situación excepcional, “Constitución y sociedad política”, Lima, 1983, p. 337, 634 y ss.; también José HURTADO POZO, claramente en relación con las leyes penales, aunque en relación más bien con decretos leyes de gobiernos de facto, “Derecho penal, parte general”, Lima, 1979, p. 144 y s. [17] En el sentido expuesto, BUSTOS RAMÍREZ, Juan, “Manual de Derecho penal “, Barcelona, 1989, p. 44. [18] En ese sentido también GARCÍA RIVAS, op. cit., p. 53. [19] VILLAVICENCIO, “Lecciones de Derecho penal”, Lima, 1990, p. 46. [20] Así, GARCÍA RIVAS, op. cit., p. 54. [21] Destacan esta situación de política criminal del “coup par coup” o de “respuesta contingente” en nuestro país, HURTADO POZO, op. cit., p. 84 y s.; PRADO SALDARRIAGA, “Comentarios al Código penal de 1991”, p. 32; VILLAVICENCIO, op. cit., p. 54. [22] Ver HURTADO POZO, op. cit., p. 73. [23] Es interesante la justificación para la delegación de facultades contenida en el art. 2 de dicha ley: “Los Decretos Legislativos que se expiden con arreglo a esta ley autoritativa tiene por materia la Seguridad Nacional y se fundamentan en la necesidad de adoptar e implementar una estrategia para erradicar un peligroso factor de perturbación de esa seguridad, generado por la situación de violencia creciente que se viene produciendo por las acciones de la delincuencia común organizadas en bandas, utilizando armas de guerra y explosivos y provocando un estado de zozobra e inseguridad permanente en la sociedad”. [24] Al respecto ver ampliamente ZÚÑIGA RODRÍGUEZ, Laura, “Los Decretos Legislativos sobre Seguridad nacional. ¡Olvidando los principios!, rev. Cáthedra, nro. 3, p. 128 y ss.; ESPINOZA GOYENA, Julio C., “A propósito de la delincuencia organizada y las recientes leyes sobre Seguridad Nacional”, rev. Cáthedra, nro. 3, p. 119 y ss.; ABANTO VÁSQUEZ, “Comentarios a la Ley contra los delitos agravados”, rev. Cáthedra, nro. 3, p. 113 y ss. [25] Ver p. ej. los análisis del Derecho penal peruano entre 1924 y 1979 por HURTADO POZO, 1979, p. 65 y ss.; en el período 1968-1989 por PRADO SALDARRIAGA, “Derecho penal y política”, Lima, 1990; y para el período entre 1991 y 1996 también por este último autor en “Todo sobre el Código penal”, tomo I, p. 311 y ss.; también brevemente URQUIZO OLAECHEA, op. cit., p. 19 y s. De manera general, sobre el abuso del poder Ejecutivo en el Perú y su incompatibilidad con un sistema democrático, ver: SOTO VALLENAS, “La democracia y el control de poderes”, revista Cathedra, Nº 2 (1998), p. 102 y ss. [26] Igualmente postula esto URQUIZO OLAECHEA, op. cit., p. 32 y s. [27] Un análisis de tal labor legislativa del Ejecutivo hasta 1985 es expuesta por HURTADO POZO, quien ya entonces constataba que tal labor legislativa se caracterizaba por estar desvinculada a un programa coherente de polìtica criminal, basado en estudios sociológicos y criminológicos sobre la realidad nacional, violar instituciones consagradas por el C. P. de 1924, y estar vinculada a cambios de naturaleza político, op. cit., p. 72 y ss., 84 y s. [28] Ver op. cit., p. 73.
(*) Profesor de Derecho penal Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima - Perú. E-mail: mabanto@web.de
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