Revista Jurídica Cajamarca

 
 

 

¿Los abogados tenemos remedio?

Fuente Bibliográfica:

 

"Para mi otro corazón.

Sobre Derecho, proceso y

otras angustias"

Juan Monroy Gálvez

Palestra Editores

1ra. Edición, junio 2000.

Lima, Perú.

 


 

Tal vez sea el único caso, pero creo que en cada abogado habitan cuatro colegas perfectamente distintos. Por un lado está el abogado que creemos que somos; junto a él, reside el profesional que la comunidad cree que somos; pero, sin duda, también pernocta en nosotros el abogado que realmente somos; y, finalmente, consume los mismos alimentos, aunque probablemente sea mayor su cuota de angustia, el abogado que debemos ser.

El estudio del primer abogado debemos descartarlo. Después de todo se trata de una experiencia vital, íntima, casi recóndita de cada colega. En consecuencia, se trata de una información tan variada como incognoscible. Tampoco creo que sea posible investigar los rasgos del tercero, porque el proceso para identificar sus verdaderas características supone un esfuerzo supremo de imparcialidad. Algo más, implica un grado de desafectación del investigador con el objeto de estudio, que supera la posibilidad de contar con un método científico confiable.

Una situación distinta se presenta con el segundo y el cuarto. En el segundo caso, podríamos no estar de acuerdo con lo que la sociedad piensa de nosotros, pero inobjetablemente es muy claro lo que somos para ella, sólo se trata de tener el valor de asumirlo. Respecto al cuarto, tengo la impresión de que en cada abogado reposa el modelo de lo que debe ser. Esta vez, y a diferencia de cualquier otra profesión, la altísima responsabilidad de “trabajar” con valores nos devuelve cotidianamente la imagen de lo que debemos ser. Aunque en algunos casos, el espejo se vuelve convexo y lo que el colega ve reflejado es el abogado que fue alguna vez o el que pudo ser.

Tanto en el segundo como en el cuarto caso contamos con un sistema de conductas y otro de valores, respectivamente, que permiten una investigación prolija y transparente sobre lo que estamos siendo para los demás y sobre lo que podemos ser.

Describamos el segundo caso, no sin antes advertir que la fama del abogado no ha sido buena desde siempre. Para referirnos sólo a nuestro antecedente occidental cristiano, recordemos que bajo el terror, los revolucionarios franceses suprimieron el ejercicio abogadil por ley del 3 Brumario, año II (24 de octubre de 1793).

También se decidió tal supresión durante el absolutismo, esta vez fue mandato de Federico de Prusia. Tiempo después, ya en este siglo, ocurrió lo mismo en Rusia y Hungría. Sólo como curiosidad, nótese que algunos de los ejecutores de esta decisión fueron abogados, es el caso de Robespierre y Lenin. Finalmente, recordemos –para evitar tentaciones- que estas decisiones fueron prontamente rectificadas, como en el caso francés donde el decreto del l4 de mayo de 1810 restableció la abogacía para impedir el profesionalismo libre que había originado “una horda ávida y crapulosa”.

Otra área en donde se ha difundido nuestra dudosa fama ha sido la literatura. Recordemos a Shakespeare retratando a Porcia en “El mercader de Venecia”, a Anatole France describiendo al abogado Lemerle en “Carinqueville”, o a Manzoni ridiculizando a Azzecagarbugli en “Promesi Sposi“. También Aristófanes nos dedicó más de unas líneas en “Las nubes” y, por cierto, es notable el retrato que Víctor Hugo hace del maese Jaime Charmoine en “Notre Dame”. Sin embargo, a mi parecer la medalla se la lleva Racine, quien al ridiculizar al abogado en la figura de Chicanneau en “los litigantes” dio nacimiento a un  galicismo muy extendido: a la trampa procesal se le llama chicana y chicanero a quien la realiza.

El abogado en la Colonia también debió soportar el descrédito de la comunidad.

Aunque sumariamente, recuérdese que el abogado fue el único y último aliado que tuvo el marginado y explotado por el conquistador. Por eso, el poder central le tomó tirria y lo acusó de provocar pleitos sin más provecho que el propio. Así la mala fama se extendió y los ideales quedaron encubiertos. Fue por eso que los Reyes Católicos restringieron el ejercicio abogadil en las colonias por decretos dados en 1516 y 1528. El mismo Hernán Cortés pidió a Carlos V que prohibiera el ejercicio de la abogacía. Sin embargo, pocos años después, a efectos de resolver problemas de interpretación de las leyes, éste formuló una junta de abogados. Don Hernán Cortés Monroy escupió al cielo.

Es notable el Acuerdo al que llegó el Cabildo de Buenos Aires en 1613 en el sentido de no permitir el ingreso a la ciudad de tres abogados. En uno de los fundamentos del Acuerdo se expresa que la presencia de letrados es peligrosa porque siempre que aparecen “(...) no faltan pleitos, trampas y marañas y otras disensiones en que resultaron a los pobres vecinos y moradores desinquietudes, gastos y pérdidas de hacienda”.

Lo cierto es que a pesar de distintos obstáculos, la profesión se ejerció en la Colonia. Inclusive la vocación justiciera del abogado determinó que el poder real se preocupara porque los colegas fuesen, de preferencia, personas ligadas a él. Sólo así se explica una cédula del virrey Amat (1758) en la que, luego de expresarse las desventajas que significa admitir en el ejercicio de la abogacía a personas de origen “dudoso”, ordenó “(...) que se excluyen de ella a los zambos, mulatos y otras peores castas.”

Los antecedentes descritos enmarcan la situación actual, pero en ningún caso la determinan. Lo real es que, actualmente, el abogado es para la sociedad peruana un profesional altamente inconfiable. Dado que su fuente de trabajo se origina en la falta de confianza entre los ciudadanos o en el exceso de confianza mostrado por uno de ellos, forma parte del ideario social que alguna vez su ejercicio profesional llegará a ser prescindible. Tal parece que el abogado, al ser partícipe de los conflictos particulares, pasa a convertirse en un especialista en la miseria humana, tanto que muchas veces termina formando parte de ella.

Si un abogado se dedica a litigar, ávido de mejorar su mercado, se olvida muy pronto de que el nexo central de su relación con el cliente está dado por el análisis riguroso de la justicia del caso que recibe. El abogado debe ser el primer juez con quien se encuentra el cliente, pero no es así. Preocupado más bien por su interés patrimonial, termina llevando a los tribunales un caso al que sólo su entrenada razón le permite frasearlo dándole un grado artificial de verosimilitud. Una vez presentada la demanda, empieza a actuar a fin de provocar que los recovecos del proceso le permitan sumar los puntos necesarios para obtener un triunfo que, por cierto, será también el éxito de la iniquidad, la mentira o la corrupción.

Tal vez el colega explique su conducta diciendo que el Derecho no es una ciencia exacta, lo que no deja de ser cierto, aunque resulte exagerado pensar que es un saber librado al azar o sometido a los vaivenes de una retórica hueca que impresiona a los espíritus débiles. La verdad es otra. En esos casos al Derecho lo reemplaza una forma particular y torcida de relaciones públicas, en donde el tráfico de influencias y la compra de conciencias hacen de la decisión judicial una mercancía y de la abogacía un símil de la más antigua y triste de las ocupaciones.

Si un abogado pasa a desempeñar una función pública, resulta más o menos evidente que debe suspender el ejercicio privado  de su profesión. No sólo para dedicarse íntegramente, como corresponde, a la elevada función que ha aceptado o para la cual ha sido elegido, sino para evitar que la autoridad de la que goza como producto de su función pública sea malentendida en el ejercicio privado y se torne en una situación inmoral de ventaja que empañaría su prestigio. Sin embargo, el colega tiene regularmente otro concepto del prestigio, menos trascendente que el clásico, aunque más “útil”, si cabe así decirlo. Por eso, no hace lo único que define a un político auténtico: renunciar a sus intereses personales, sobre todo los de naturaleza patrimonial.

Es una lástima, pero no son pocos los casos de colegas inmersos en la actividad política desempeñando una función pública, que comparten con igual o mayor fruición el ejercicio profesional. Así, “visitan” jueces, hacen gestiones, presentan informes, es decir, se sirven intencional  y abiertamente de su cargo público.

Veamos otra forma de “ejercer” la profesión. ¿Un bufete de abogados puede tener a uno de sus socios en un órgano administrativo que resuelve conflictos y a la vez asesorar a  particulares que tienen conflictos a ser resueltos por dicho órgano administrativo? La respuesta es obvia, no. La realidad, sin embargo, dice que en el Perú esta situación francamente irregular ocurre con demasiada frecuencia.

¿Significará que a los abogados nos empezó a abandonar la vergüenza?

Por lo descrito, parece que no es que la sociedad sospeche infundadamente de los abogados, lo que ocurre más bien es que nos ha dejado de interesar lo que signifiquemos para los demás. De hecho, hemos conseguido que nos teman, sin importar que nos respeten. No nos ha sido difícil negociar con nuestro honor, con tal de encontrar el éxito.

Dado que la sociedad actual, pletórica de consumismo e individualismo, le ha puesto precio a todo, hemos entrado en el mercado. Lamentablemente cuando la retribución por nuestro servicio nos ha parecido insuficiente, libres de escrúpulos  hemos decidido cotizar nuestra conciencia, por eso es que ahora no sólo tiene precio nuestro servicio sino también quienes lo brindamos.

Sin embargo, con la sociedad de consumo ocurre un hecho insólito: está tan enferma que suele premiar a quien en privado denigra. Así, los abogados adquirimos fama porque ganamos los casos, sin que a los medios de comunicación les importe cómo ocurre tal suceso. Las carátulas de las revistas y los noticieros de televisión suelen mostrar al abogado de “éxito”, sin importar que su método haya consistido en corromper. La sociedad los desprecia en silencio, pero cuando un “ciudadano correcto” tiene un problema judicial, suele elegir al más despreciable porque, a pesar de ello, es un “ganador”. El ciudadano se autoaplica la moral del fariseo, y si después algo sale mal, culpa al juez acusándolo de formar parte de un servicio corrupto, que él mismo lo alienta desde afuera.

Ahora bien, ¿tenemos remedio? Sin duda, sí. Para empezar, el ejercicio de la abogacía exige regularmente solidaridad, comprensión, empatía y sacrificio. La abogacía es el permanente ejercicio de alguna virtud. Por tanto, cumplir cabalmente con nuestra misión es acercarnos a Dios. Lamentablemente, por lo que viene ocurriendo, parece que hemos optado exactamente por la ruta contraria.

Por si fuera necesario, abundan los ejemplos de abogados de trayectoria ejemplar y aun heroica. Cuando el emperador Caracalla asesinó a su hermano Geta, le pidió a Papiniano –uno de los más grandes juristas romanos- que ejerciera su defensa ante el Senado. Al negarse éste, Caracalla le pidió una explicación y Papiniano le dijo: “Es más fácil cometer un crimen que justificarlo”. Acto seguido, Caracalla mandó matarlo.

Por nuestro lado, debemos tener siempre presente  que el gremio nacional se honra en contar con muchas vidas ejemplares, hombres sin muerte cuyo ejercicio profesional enaltece a la abogacía. Así, durante la guerra con Chile, don Juan Antonio Riberyro, presidente de la Corte Suprema, fue compelido a continuar con el servicio de justicia. Ante tal exigencia y a costa de su vida, se negó de plano, afirmando: “(...) que siendo las funciones jurisdiccionales actos de verdadera soberanía y de jurisdicción nacional, no pueden ejercerce con la presencia de un ejército de ocupación”.                         

Don Domingo García Rada ofrendando su vida en el heroico final de una limpia trayectoria de hombre público, cuando la edad ya exigía el descanso. Don Manuel de la Puente y Lavalle en su permanente y fervorosa entrega a la investigación, enseñándonos que el abogado se perfecciona cuando devuelve lo que sabe, y vaya que él devuelve.

Lamentablemente, los abogados nos hemos alejado de nuestros paradigmas. Al obedecer las leyes del mercado, hemos abandonado nuestra función social más trascendente: ser el nexo entre una ciencia que tiene a la justicia y a la paz social  como fines supremos y una sociedad carente de cultura jurídica. No acercar el Derecho a la sociedad ha determinado que ésta considere que aquél es sólo un conjunto de normas  prohibitivas conocidas por algunos profesionales, llamados abogados, que son necesarios porque saben las rutas a seguir para incumplirlas.

Podemos llamarlo movimiento generacional o hartazgo colectivo, no interesa. Lo que sí importa es que el abogado nacional no está dispuesto a soportar más que se le impute el ejercicio de una profesión impregnada de una moral dudosa. Este aire fresco se siente, de preferencia, en las aulas universitarias. Cada vez el joven abogado cuestiona más su destino; cada vez le resulta más insoportable ser condenado por actos que no cometió o por delitos  en que no incurrió.

El camino para nuestra reivindicación es largo y difícil, no cabe duda. De hecho ya es transitado por una multitud de abogados que todos los días, con serenidad o vehemencia, nos resistimos a permitir que nuestra profesión sea una aventura de piratas.

La transformación del grado de aceptación social del abogado constituye el reto más importante que vaya a enfrentar la profesión jurídica en el tercer milenio. Al cotidiano sacrificio de rechazar la oferta vedada o la propuesta indecente debemos agregar un nuevo compromiso: La voluntad de no permitir que la impunidad cubra los actos inmorales. Entonces, el reto consiste, además en denunciar, en no permitir que la pobreza espiritual del colega nos siga afectando. Si callamos, claudicamos.

Porque un día los que vienen nos pedirán cuentas. Y ante un balance tan negativo, será patético defendernos aduciendo que no aumentamos el déficit, aunque con un murmullo y la cabeza baja tengamos que admitir, a continuación, que no hicimos nada para que el “coleguita” siga haciendo de las suyas.


Nota:

La presente versión, completa, ha sido publicada en el “Dominical” de El Comercio de fecha 13 de abril de 1997.


 


 

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